Pablo González es un músico venezolano, afincado en Barcelona, que puso en marcha un proyecto llamado “Vozes”. El plan consiste en crear orquestas de niños y niñas en barrios vulnerables. La idea es que a través de la formación musical, los menores encuentren una salida en medio de entornos muy difíciles. Leo su entrevista en La Vanguardia en la que cuenta todo esto y plantea su iniciativa como una “cadena de favores”.

Gustavo Dudamel, también venezolano, actualmente es el reputado director de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles y ha dirigido grandes orquestas por todo el mundo. He leído críticas en las que lo catalogan como un “genio”. En su web se afirma que “vive al servicio de la música”, con un “profundo sentimiento de gratitud” por el hecho de que la educación musical hiciera posible su carrera. Veo a Dudamel enredado también en esa “cadena de favores”.

El encaje de la música y el compromiso social es un concepto que ambos músicos manejan bien porque lo conocen desde las entrañas. Los dos crecieron al calor de las orquestas y coros juveniles de Venezuela que, más que “estructuras artísticas”, se convirtieron en escuelas de vida social”. Así lo explica su promotor José Antonio Abreu en una conferencia TED. Este hombre de setenta y siete años casi recién cumplidos, economista y enamorado de la música, supo ver claramente la utilidad de la cultura musical más allá del valor estético. Cuenta Abreu cómo a mitad de los setenta organizó la primera orquesta infantil y contó solo con once músicos. Aquella noche decidió convertir la diminuta orquesta en una de las primeras del mundo.

No obstante, ese deseo iba aparejado a un cautivador sistema pedagógico infinitamente más ambicioso. Para Abreu, “cantar y tocar juntos significa convivir en el afán de excelencia” y la música se constituye así en “fuente de desarrollo de las dimensiones del ser humano”. Habla de liderazgo, enseñanza, capacitación, compromiso… y en fin, de la necesaria conciencia de saber cuánto pesa la aportación individual para “el logro de inmensos fines colectivos”. Abreu considera que la experiencia de sentirse participante por medio de un instrumento o de la voz, proyecta a la criatura con una “identidad noble”, la convierte en un “modelo para su familia y para su comunidad” que “aspira a conquistar mejoras sociales y económicas” formando una “dinámica social constructiva y ascendente”. Y es aquí donde el director de orquesta teje su programa de “rescate social” y propone una “transformación cultural profunda con especial énfasis en los sectores vulnerables”.

El proyecto adquirió dimensiones globales al enmarcarse dentro del programa “Hacia una cultura de la paz” de la UNESCO, organismo que le concedió el Premio Internacional de Música y designó a José Antonio Abreu como Embajador de Buena Voluntad. En 2008 este sistema pedagógico recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. Al director de orquesta le han llovido los reconocimientos internacionales, entre otros, fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Londres y la de Notre Dame, en París.

Dicen que Abreu es un hombre de carácter e infatigable. No dudo que sea cierto porque a lo largo de las últimas cuatro décadas los resultados le avalan. Según he leído, las orquestas y coros han rescatado a cerca de medio millón de niños y jóvenes de las redes de la pobreza.

Y una vez que esto sucede, los chicos y chicas asumen el compromiso de pasar el mensaje y se entrenan para enseñar lo que es posible a otros tantos que vienen detrás, como Pablo González o Gustavo Dudamel. Ese “legado social”, afirma Abreu, es “su máxima justificación”. La enseñanza de la música en una cadena de favores que ofrece oportunidades para transformar.

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