El buzón se ha convertido en mi enemigo. La negra boca, siempre abierta como una amenaza. Todos los días me dejan sobres que hablan con la lengua de doble filo del hombre blanco, que decía el gran jefe Toro Sentado en el blanco y negro de las primeras televisiones. El otro día fue la invitación a una presentación comercial por la que, si iba, me regalarían una completa y moderna batería de cocina. ¡Coño¡ Un chollo, ¿no? Hasta que lees con más detenimiento. Entonces te das cuenta de que en la letra pequeña pone que si vas "podrías" ganar una batería de cocina. Ah.

Es una mentira. Como esas otras que acuden vestidas de gala a la fiesta de las elecciones, aún a sabiendas de que, aunque la mona se vista de seda, mona se queda. El buzón se traga con su negra boca las cartas de los partidos, que me mandan sus papeletas envueltas en sedosas promesas, pero no las digiere porque los buzones no están provistos de los suficientes ácidos clorhídricos como para deshacer el tejido etéreo y evanescente de las promesas. Y los sobres se van amontonando, como bocados sin masticar, en su boca sin dientes.

Los nuevos actores me mandan sus cartas vestidas con tules transparentes de falsa sinceridad. No quieren mi voto, sino que piense en ese país con el que sueño. No quieren mi voto, sino que reflexione. No quieren mi voto, aunque me mandan sus papeletas para que les vote. Los viejos presumen de que la tienen más larga. Los jóvenes de que no tienen pecados. Los viejos dicen que ellos dan seguridad. Los jóvenes que quieren cambiar el mundo antes de hacerse viejos.

Todas las cartas prometen una batería de cocina nueva. Relucientes calderos de inversión. De empleo. De riqueza para todos. Dicen que el cambio llama, como el cartero, por segunda vez a la puerta de España. Yo no tengo miedo a los cambios. Viví la muerte de Franco aquella madrugada de noviembre en la que los grises habían tomado las calles. Vi nacer la democracia. Escuché el ruido de sables en los cuarteles. El sonido de las bombas terroristas que estremecían España y llenaban de sangre inocente las paredes de los cementerios. Los gritos de furia de las viudas y los hijos huérfanos. Y vi las huelgas generales y a los generales en huelga de disciplina. A Marcelino Camacho con la bragueta abierta. A Suárez con los ojos cerrados. A Carrillo y a la Pasionaria como cincelados en piedra. Vi caer la tarde mientras los guardias civiles secuestraban el Congreso y a los diputados. Y vi amanecer las campanadas del cambio con aquel Felipe de las chaquetas de pana y las sonrisas de caimán.

Hegel decía que el cartero de la historia siempre llama dos veces. Mi buzón se ha comido tantas promesas vanas, tantas ilusiones perdidas, tantas amenazas y tantos gritos de alarma, que ya no se inmuta. Devora los sobres con la fría eficacia de un ciego habitante de metal del descansillo. Yo sé que todas las cartas son falsas. Que no hay baterías de cocina de regalo. Que tratan de salvar sus culos. Tienen la misma vanidad que aquellos otros héroes del pasado, pero carecen de su grandeza. No tengo ningún miedo a los cambios aunque el Estado esté en estado de coma, los soberanistas alistados para una guerra de ruptura y el nacionalismo español atrincherado en Numancia. No siento miedo, sino aburrimiento por una historia que se repite carcomida por la mediocridad. El buzón escupe trozos de papel, que asoman por su boca entreabierta, pero no le hago caso. Mírame a los ojos, no es miedo. Es asco.