Manuela Carmena, que fue roja y mujer en aquellos años de la transición que hoy se desprecian, es ahora alcaldesa de Madrid. Y en su breve vida pública ha transmitido en todo momento una sensación de cierta inocencia. Gobierna con una mayoría formada por su partido, Ahora Madrid, una plataforma de confluencia de Podemos, y el apoyo de los socialistas. En las muchas crisis que ha tenido su gestión, Carmena ha mostrado tener los "tics" de la izquierda de toda la vida. Los buenos y los malos. Pero siempre con talante conciliador y dialogante.

El jueves dijo literalmente lo siguiente: "Me parece bonito que hubiera apoyo a quien en este momento está solicitando la investidura; eso conformaría un proyecto de progreso y de cambio". O lo que es lo mismo, pidió el apoyo para Pedro Sánchez. Eso fue por la mañana. A las pocas horas tenía que hacer una aclaración en Twitter diciendo que cuando hablaba de un gobierno fuerte y de cambio se refería a uno formado por Podemos y el PSOE, "que nadie me malinterprete".

Pero no fue suficiente. Alguien la siguió presionando desde arriba. Y a la tarde, ante la prensa, volvió a hacer una declaración. Sacó del bolsillo una chuleta y la leyó: "Ya he dado mi opinión sobre un deseo de un Gobierno de cambio, que yo entiendo debe hacerse desde una alianza de izquierdas", dijo Carmena. Y acabó: "Vale. Y ya está".

La puerta se ha entreabierto un instante para dejarnos ver un paisaje donde las opiniones pueden ser peligrosas si se desvían de la ortodoxia del aparato. Un espacio donde la libertad y la razón está acogotada por el poder y la estrategia. Eso no solo no es nuevo, sino que es lo peor y más sucio de lo más viejo.

En la mentira nada florece, en la verdad todo es posible. Pero la verdad, en Podemos, te la dicen desde arriba.

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A finales de esta próxima semana los líderes de los grandes partidos empezarán a tener una foto del resultado de sus estrategias en la frustrada investidura de Pedro Sánchez. Los primeros datos de qué pasaría si se celebrasen unas nuevas elecciones. A partir de ahí empezarán a tomarse decisiones.

Podemos tiene claro que unos nuevos comicios pueden darles el liderazgo absoluto de la izquierda. Muchos de sus votantes están movidos por la ilusión o el descontento, y cualquiera de esos dos sentimientos es inmune a los errores cometidos por Pablo Iglesias. Es decir, esos votos no los van a perder hagan lo que hagan. Pero además puede sumar los novecientos mil votos de Izquierda Unida, si termina zampándose, como parece, los restos del partido de Garzón, con lo que dejaría al PSOE como segunda fuerza política de la izquierda española.

Iglesias, que se ha dedicado en los últimos tiempos a lanzar mensajes de afecto y reconocimiento a los históricos de IU, parece que está preparando el camino. El único peligro para Podemos es que lo que sume por un lado lo puede perder por otro, si sus alianzas territoriales en Cataluña o Galicia se desgajan del proyecto para moverse en solitario.

En la zona tibia se encuentran el PSOE y Ciudadanos. Su discurso es el más racional y sus propuestas de reforma las más razonables. Eso hace pensar que tendrán escaso éxito en un país cada vez más inculto y radicalizado. Es posible que el electorado de ambas formaciones se incremente después del esfuerzo de ambas por formar gobierno, pero será un crecimiento moderado.

El PP está en el centro del huracán. Un breve estado de calma tras el que se esperan vientos más fuertes. Todo va a depender de si Mariano Rajoy, agotado y políticamente amortizado, admite que tiene que dar un paso a un lado. En Madrid, el ombligo de las conspiraciones cortesanas, se habla de futuros candidatos: Núñez Feijoo, Soraya Sáenz de Santamaría o Cristina Cifuentes. Pero si Rajoy se aferra a la silla, nadie le va a pedir que se aparte. En el PP saben qué es lo que hay que hacer, pero nadie se atreve a decirlo por un reverencial respeto al correoso registrador. Será Rajoy el que decida sobre Rajoy.

Al final los culos y las sillas son siempre lo más importante. Hasta Pablo Iglesias, el adalid teórico de un supuesto desinterés por las pompas del poder, acabó pidiéndose una prolija supervicepresidencia y media docena de ministerios antes incluso de hablar de programas. Una vez ahí arriba, con el trasero pegado al cargo, no es fácil saber cuándo ha llegado el momento de marcharse. Lo humano es querer bailar una última canción. Pero con Rajoy el PP puede pegarse el mayor batacazo de su historia. Aunque eso al final lo dirán las encuestas, que son la clave para que haya elecciones en junio.