Hace más de veinte años fui a Asuán, en Egipto; era el primer viaje que hacía hacia un territorio de cuyo lenguaje no conocía nada, ni una palabra, así que en el mercado de esa bellísima ciudad vieja me pasé horas comprobando el milagro de escuchar sin entender nada. Como si fuera ciego en Gaza, era sordo en Asuán, aunque el sonido era rápido, fluido, todo el mundo hablaba en aquel lugar extraordinario. El paisaje, el río, las montañas, las pirámides, la vegetación reseca eran, sin embargo, perfectamente entendibles. Como siempre ocurre cuando uno está lejos (en mi caso, de la isla de Tenerife), muchas de esas cosas me recordaban a la Isla, a los paisajes que están en mi memoria aunque viaje a la Conchinchina. Todas las cosas me recuerdan a la Isla, porque, como decía Samuel Beckett, isleño de Irlanda, un isleño jamás deja su tierra. Era tanta mi insistencia en los parecidos que en un momento determinado de mis cavilaciones melancólicas, una colega francesa, Valerie Duponchelle, me pidió que fuera realista: nada de lo que allí veía tenía que ver con mi añorado lugar de origen.

Ahora estoy en Málaga, la tierra del boquerón y del sol, como nuestro sol, como nuestro clima; es una ciudad que recuerda, por su mar, por el carácter benigno de su clima, al Puerto de la Cruz, fundamentalmente, y como ahí nací siempre que llego a Málaga me siento un poco en Tenerife, y más concretamente en mi pueblo natal. Pero, claro, no es lo mismo, y por mucho tiempo me temo que algo muy importante separará a Málaga de mi tierra, y es la apuesta fundamental por el arte, por dotar a las nuevas instalaciones de la ciudad, que ya no la conoce ni la madre que la parió, de incentivos mayores del arte contemporáneo. Ahora Málaga es, quizá, la ciudad española en la que reinan más museos, desde el Pompidou al Picasso y a la Thyssen, pasando por un museo de arte ruso que mi amigo Salomon Castiel, el responsable singular de La Térmica, una institución cultural insólita en el ámbito español y europeo, me ha puesto en la lista de lugares que no puedo dejar de visitar en este viaje a Málaga.

Lo importante de esa oferta múltiple, que atrae a ciudadanos andaluces y a gente interesada en conocer el arte contemporáneo que se exhibe en esas instituciones nuevas, no es sólo el arte en sí, sino el empuje que le ha dado esa diversidad a la estética de la ciudad; es una apuesta por hacer de Málaga una ciudad en la que conviven la excelencia arquitectónica de los nuevos espacios con la proclamación de un nuevo paisaje urbano que hace más habitable la capital de la Costa del Sol; de modo que aquí ya no hay sólo sol y boquerones, los recursos tópicos de estos lugares andaluces, sino que hay expuestas distintas maneras de vida desde el arte más rabiosamente nuevo o desde el recuerdo de la innovación más rabiosa que marcó las épocas en que aún vivía Picasso, que nació aquí.

Al final del día, anoche, estuve en Torremolinos, que fue en un tiempo como nuestro Puerto de la Cruz y que luego fue arruinado, urbanísticamente, ay, como nuestra propia bellísima ciudad turística añorada. Hasta allí, hasta Torremolinos, ha llegado la innovación artística que marca el rumbo malagueño; mis amigos de "Torremolinos chic", la revista digital que es testigo de la historia y la vida de este histórico reducto del sol de la costa, me hablaban con tanta pasión de su sitio vital como si acabaran de inaugurarlo. Los vi en una exposición de fotos sobre Nueva York de un gran artista, Mariano Pozo, que organiza La Térmica de Castiel en un renovado colegio de huérfanos dedicado ahora a la exhibición de artes plásticas. Y ahí me encontré como si estuviera en aquellos tiempos de celebración de la época en que Santa Cruz acogió, para luego olvidar, la gran exposición de escultura en la calle...

En ese ambiente me pasó lo que me sucedió en Asuán: me puse a comparar, y claro no es lo mismo, lamentablemente, Málaga hace rato que nos tomó la delantera...