Hay tradiciones hermosas. Y costumbres hediondas. Nadie sabe cuándo, exactamente, la gente se acostumbró en Carnaval a vaciar su vejiga allí donde le coja de paso. Antes se buscaba un urinario en un bar y se hacía cola. O se daba uno una caminata hasta encontrar un jardín. Los dueños de soportales y garajes del centro de la capital -incluso de zonas no tan céntricas- saben que sus inmuebles se convierten cada año en los cuartos de baño de miles de personas. Ya nadie se molesta en buscar un rincón y mucho menos un cuarto de baño. En la primera puerta, en el primer chaflán, en el primer garaje, se hacen aguas menores o, incluso, asuntos mayores. Ya nos hemos acostumbrado al mal olor cotidiano del Carnaval. Pero es eso, un costumbre hedionda. No una tradición.