En estos días ando organizando archivos con artículos o entrevistas que voy guardando, subrayando o garabateando con mis ocurrencias, a veces sin mayor intención que releerlos de vez en cuando, más despacio. Así es como he desempolvado una entrevista de verano de 2014 que publicó el País Semanal y cuyo titular aparece de nuevo en la pantalla de mi ordenador: "En España, si te va bien, ya le caes mal a la mitad de la población".

Se la hicieron por entonces a Martín Varsavsky, un emprendedor tecnológico nacido en Argentina que vive en España desde 1995. Hasta ese momento, Varsavsky había fundado siete empresas en los últimos veinte años, pero tal y como explica el periodista, "no todo fue un camino de rosas" porque en el trayecto "hubo momentos muy duros". El empresario afirma que fue demasiado ambicioso y en 1998, tratando de mantener dos empresas a la vez, pidió prestado arriesgando su casa, las acciones cayeron y perdió todo lo que tenía. Cuenta que la ruina económica y su preocupación le costaron un accidente grave de bicicleta. De ambas cosas se recuperó. La suerte hizo que la crisis fuera corta y las acciones subieran de nuevo, "una caída seguida de un subidón", una "minicrisis", dice él, que le permitió recomponerse.

Después de aquello, este entusiasta de la revolución tecnológica continuó con sus negocios centrados en la tecnología. Según se explica en el texto, "hace unos años Forbes le mostraba como una de las mentes más brillantes de la Europa empresarial", aunque "Fortune criticaba su gestión financiera". El caso es que se le reconoce como un empresario que ha triunfado. Aquí es cuando el periodista le pregunta acerca de los problemas que le ha traído su doble condición de "exitoso emprendedor y millonario", y un poco más abajo le cuestiona directamente: "Y cuando cae mal, ¿por qué cree que cae mal?". Entonces Varsavsky aclara que le encanta vivir en España y que tiene buenísimos amigos, pero añade: "Si te va bien, ya le caes mal a la mitad de la población. La otra mitad, que tiene un poco más de sentido aspiracional, dice: Martín es bastante abierto, ¿por qué no aprendo de lo que él hizo?".

Más allá de que en esta historia personal, naturalmente, el emprendedor está reflejando su vivencia íntima, no me parece que esta experiencia pueda acotarse a un país o a un barrio o a un continente. Ni tampoco a una actividad concreta. Con lo que yo me quedo más bien es con la experiencia misma. Con la sensación que experimenta quien está volcado en algún proyecto; quien se desvive, se gasta y desgasta por un desafío honesto; quien confía en una buena idea y la trabaja; quien deposita su esfuerzo y su desvelo en sacar adelante un reto que, más que ventaja individual, suponga beneficio para unos cuantos. Y que estando en eso, en el empeño de brillar y hacer brillar a otros, vaya conociendo sin embargo el desdén, el desafecto o el disgusto de los "apagabrillos" del momento.

En esto pensaba cuando un post en el blog de Sonia Rodríguez Muriel (una experta en recursos humanos a quien sigo en las redes), me ha traído el poema de Juan Eugenio Hartzenbusch sobre la luciérnaga y el sapo y que no reproduzco aquí pero que puedes encontrar en Internet fácilmente. La fábula da cuenta de las malas intenciones de un sapo movido por la envidia que le produce la luz de la luciérnaga.

No obstante, me parece a mí, los brillos de los demás no se pueden apagar. Como mucho, ignorar. A fin de cuentas, se pongan como se pongan los sapos, las luciérnagas están llamadas a brillar.

@rociocelisr

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