Hubo una época, cuando él no tenía mucho más de cuarenta años, en que Cristino de Vera me llamaba a medianoche menos diez minutos; no era una llamada intempestiva, pues él ya era un gran amigo, de los que te pueden llamar de madrugada.

Cristino me llamaba a esa hora, siempre, para decirme que su salud endeble ya no daba para más, y que pronto, si no conseguía el médico adecuado, o si no le ayudaba la suerte, se iría de este mundo.

Las llamadas eran habituales, de modo que a esa hora de la noche, cuando sonaba el teléfono de mi casa, casi contigua a la suya en Madrid, yo me preparaba para hablar con Cristino. Hablar con Cristino es una disciplina, aunque también es un placer; entonces era ya un hombre cultísimo, que arañaba la filosofía con el espíritu de un budista, se acercaba a los placeres de la vida con la unción del ermitaño que de vez en cuando sale a gozar de la cueva, y tenía, y tiene, un altísimo concepto de la amistad; profesó, en ese sentido, una devoción filial por seres que ya no están en este mundo pero que jamás se han ido de su memoria (ni de la mía, por cierto).

Entre esas personas excepcionales de las que él hablaba en aquel entonces, y de las que sigue hablando ahora como si no se hubieran muerto, estaban y están Domingo Pérez Minik, Alberto de Armas, José Toledo, Patricio Olivera... Como si él fuera una enciclopedia de recuerdos, de todos decía y dice lo que en ellos había del alma que él mismo sustenta en su cuerpo enjuto, de asceta castellano o sureño, pues en Cristino siempre he visto a un hombre del sur de la isla, solitario, como volando en medio del viento de su espíritu aislado, sentimental, melancólico e inteligente.

Ese sur que alberga su alma, y que exhiben sus cuadros, no es tan solo un sur físico, de arena y viento, como de El Médano, adonde lo llevaron su padre y su amigo Pepe Toledo, sino que tiene que ver con esa sequedad que el hombre tiene cuando la soledad es su alimento y su tema; es, por decirlo así, una mirada esencial sobre la vida, que, en la pintura, se ha resuelto en una especie de miniatura viva del alma.

Las almas pintadas de Cristino son de una esencialidad extrema, como si pintara a la vez el cuerpo y la música de la naturaleza y de los seres; como su maestro Luis Fernández, es capaz de dotar a sus cuadros de una luz verdadera, íntima, de modo que podría parecer que, si apagas la luz de las habitaciones donde esos cuadros están, la misteriosa luz que los anima seguiría iluminándolos. Decía Lewis Carroll: "Me gustaría saber de qué color es la luz de una vela cuando está apagada". Pues eso pasa con los cuadros místicos del gran Cristino: que siguen dando luz cuando todo está apagado.

Pues ese Cristino tan admirable a veces se escapa del mundo y daría la impresión de que no existe o existió en el medievo. Pues no, está ahí, acabo de estar con él, le he escuchado hablar de los místicos y de Dios, le he escuchado hablar de aquellos amigos que ya no están. Y otra vez lo he amado como se ama a los niños o a los espíritus puros.

Hace rato que le perdoné (nunca me molestó, en realidad) aquella llamada casi diaria para contarme la leyenda de su salud quebrantada. Cómo no le vas a perdonar a Cristino. Un día le pregunté, cuando ya Aurora, su admirable mujer, lo rescató de aquella inclinación suya a la melancolía nocturna, por qué me llamaba a esas horas. La respuesta de Cristino dice más de él que mil palabras:

-Imaginaba que veías la película de la tele a esas horas, y mi llamada era una manera de fastidiarte el final.

Reír con Cristino es escuchar una música que se parece al viento del sur.