Lo más extraordinario, lo sublime, puede estar pasando a nuestro lado y no lo vemos, nos falta capacidad para percibirlo. Esta fue la lección impagable, por la que no quiso cobrar, obtenida por un famoso músico, después de realizar un curioso experimento en Nueva York. Tras celebrar un concierto de violín extraordinario, con su valiosísimo stradivarius, lo ejecutó al día siguiente en una parada de metro y con ropas de mendigo. Durante toda la mañana recogió unos treinta dólares y solo dos personas se pararon algo más de un minuto.

Afirma Simone Weil que "una condición de la extrema belleza es la de estar casi ausente, o por la distancia o por la fragilidad". O sea, que lo bello solo se revela a la persona que vive con atención. O, visto desde el polo contrario, que el frívolo, el superficial, el precipitado, quien pierde mucho tiempo -tal vez gastando muchas horas en el entretenimiento proporcionado por una televisión banal o leyendo revistas insustanciales- nunca se verá enriquecido por la belleza.

Lo que se podría denominar como el brillo de lo cotidiano ha sido subrayado por Edith Stein. Acaso su crítica filosófica más radical, aunque absolutamente respetuosa, la dirigió contra las tesis de Martin Heidegger. Le parecía que la filosofía ofrecida por este pensador había influido mucho en una comprensión triste y melancólica de la vida cotidiana, al cerrar en el ser humano toda mirada hacia lo trascendente. Por el contrario, la filósofa alemana nos presenta un pensamiento en el que las cosas cotidianas -y, más aún, las personas- participan del brillo de lo eterno, y la vida corriente consiste en la aventura de intervenir en el juego de su hermosura, aunque esta no siempre se revele de modo sencillo.

Pero el pensador español Ortega y Gasset va más allá, y en su libro de juventud, "Meditaciones del Quijote", afirma que "la ciencia, el arte, la justicia, la cortesía, la religión son órbitas de realidad que no invaden bárbaramente nuestra persona como lo hace el hambre o el frío; solo existen para quien tiene la voluntad de ellas". Me parece que esta sentencia encierra mucho calado: solo el que está abierto a ese tipo de realidades será capaz de percibirlas. Y también supone que los que portan actitudes desencantadas serán como viajeros nocturnos, incapaces de percibir los preciosos destellos de parcelas importantes para la existencia. En consecuencia, quien está de vuelta de todo, cansado de soñar, pasado de revoluciones; el escéptico ante tanta corruptela o el desengañado ante tantos vientos bárbaros como los que soplan por el mundo cultural y artístico actual no podrá percibir casi nada de lo extraordinario, que también convive junto con las desilusiones.

De modo contrario, las personas en las que renace diariamente la curiosidad por comprender mejor el mundo, las que dialogan con lo que les ocurre, aquellas en las que aparece con frecuencia la sorpresa o las que superan con energía el hastío y la vulgaridad serán enriquecidas con un Alma bella, en el decir del Romanticismo.

Mucha sabiduría se esconde tras saber disfrutar de un atardecer o del mar, de un rato de conversación con un amigo o del prodigio de la buganvilla con su textura de papel y su color milagroso. Afirma Rilke: "Me gusta tanto cómo cantan las cosas". Pero para escuchar su maravillosa melodía hay que vivir con atención.

Al final resulta que el brillo de las cosas, y más el de las personas, depende en mucho de nuestra actitud ante la vida, sin desencanto ni superficialidad. A unos se les abre un mundo en el que aprender mucho y enriquecerse. A los otros se les obstruye la vida, cada vez más teñida de corrupción y desengaños. Va a resultar certera la afirmación del poema de Claudio Rodríguez: "Ciegos para el misterio / y, por lo tanto, tuertos / para lo real".