La política tiene un metalenguaje. Que básicamente consiste en decir una cosa de tal manera que siendo la cosa en sí no se parezca en nada a la cosa misma. Por ejemplo, cuando un ministro de economía dice que el país está sufriendo un "crecimiento económico negativo" quiere decir que la economía se hunde. Y no es el único caso. Hemos escuchado de todo. Como que existe un "deterioro del contexto económico" en donde el contexto son las familias que no encuentran trabajo para dar de comer a sus hijos. O aquella famosa frase del "recargo temporal de solidaridad" con la que el actual ministro Montoro calificó sarcásticamente el aumento del IRPF que le calzó en todo el lomo a los españolitos que vinieron al mundo para que una de las dos Haciendas les helara el corazón.

Dentro de ese lenguaje de eufemismos y elipsis, esta alegre bandada de demagogos se ha fabricado la expresión "movilidad exterior", que tanto sirve para calificar la marcha de científicos españoles a otros países, en busca de financiación para sus investigaciones, como la de los miles de jóvenes que se han dado el piro para encontrar un simple puesto de trabajo. La "movilidad exterior" es una ventosidad sintáctica que además no tiene sentido, porque significa que lo que está fuera se puede mover, cuando lo que quieren realmente decir es que la gente va y viene. O lo que es lo mismo, que existe una gran movilidad geográfica de los científicos y los intelectuales. Y es cierto, sólo que en una sola dirección: hacia afuera.

Ciento treinta investigadores españoles en el exilio han respondido a quienes consideran la "fuga de cerebros" como una falacia. Entre ellos hay varios científicos que han conseguido reconocimientos en nuestro país. Pero eso es lo de menos. No sólo los científicos deben preocuparnos. Miles de jóvenes universitarios con formación superior y con talento han tenido que fijar su residencia fuera de España en busca de un trabajo que su propio país les niega.

Somos el país de la Unión Europea que menos dinero dedica a investigación y desarrollo. Y eso, sencillamente, es una estupidez. Un famoso premio Nobel del pasado siglo, Robert Solow, realizó una serie de estudios para explicar el desarrollo de Estados Unidos. Y demostró que su país había crecido mucho más que la suma del crecimiento del capital y del trabajo. Probó que el progreso tecnológico tenía una incidencia determinante en el crecimiento. Y, por lo tanto, la importancia de capital humano, de la formación científica y la investigación y el desarrollo de nuevas ideas.

No es la fuerza, idiotas, es el talento. No son los elefantes ni los leones los que gobiernan el planeta, sino un mono sin pelo. Y lo que distingue a los países más desarrollados de los que menos lo están, a las sociedades más prósperas de las menos, a los Estados de bienestar de las tiranías feudales, al primer mundo del tercero, es el desarrollo tecnológico y científico. No invertir en la excelencia, en el talento, en la investigación y en la ciencia es la mejor apuesta para convertirse en el vagón de cola de la nueva Europa, en el último del pelotón de los torpes. Si no lo ven, quienes nos gobiernan, escondidos en el metalenguaje, tienen una incurable movilidad intestinal, políticamente hablando. En términos vulgares, una gran diarrea mental.