Descubrí la pintura matérica en casa de un amigo, en Tacoronte. En su cuarto de estar me fue enseñando los diversos cuadros que había ido coleccionando y que adornaban tres paredes de esa sala. En la cuarta, no colgaba ninguno. Medía casi el triple que las otras y producía una belleza esplendorosa: era toda de piedra. De piedras que emergían desde el suelo hasta el techo formando un lienzo vivo, ante cuya hermosura palidecían las demás obras. Esto fue lo que nos descubrió Antoni Tàpies, artista fallecido en 2012: la materia puede causar una impresión estética profunda por sí sola o con alguna intervención humilde por parte del artista.

El arte contemporáneo del siglo XX nos ofrece dos líneas maestras muy marcadas. De una parte entrega una maravillosa creatividad, proponiendo materiales nuevos, produciendo estilos muy diversos y superando los límites clásicos de la pintura. Por otra parte, en muchos de sus creadores y de sus manifestaciones, ha sido fuente de resentida mirada respecto de las tradiciones artísticas del pasado. Y esta última cuestión ha favorecido un cambio cultural profundísimo.

Afirma Carlos Granés que el arte contemporáneo y sus sucesivos movimientos de vanguardia -Dadaísmo, Subrealismo, etc.- han conseguido "transformar las mentes, las costumbres, los valores y la forma de vivir de las personas". A esta fuerza de transformación revolucionaria la denomina "El puño invisible", y así titula su libro en el que sentencia: "Cuando los padres de los sesenta se levantaron un día y vieron a sus hijos convertidos en seres extraños, con los que no parecían tener nada en común, se hizo evidente que un puño invisible había echado por tierra ciertos valores y determinados marcos que antes encuadraban y regulaban las vidas de los individuos. Pareció ser tan solo un bache generacional, la distancia lógica que se abría entre una generación que había vivido dos guerras mundiales y otra que creció en épocas de prosperidad y paz. Pero ¿era solo eso? No. Las ideas vanguardistas se habían ido imponiendo, ganando adeptos, transformando escalas de valores e influyendo en las elecciones vitales".

El primer movimiento artístico de vanguardia nace de la mano del poeta Filippo Tommaso Marinetti, fundador del futurismo italiano. En el manifiesto fundacional de 1909, publicado en Le Figaro, afirmaba: "Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo... un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia". Como es conocido, los barros de toda esa furia y exaltación de la violencia y de ese furor contra las tradiciones antiguas, terminaron en los lodos del fascismo. Y la nueva religión de la velocidad sirvió para apoyar el fascismo de Benito Mussolini.

Pero ya es la hora de abandonar la ponzoña del resentimiento y de disfrutar de la ampliación maravillosa de la creatividad. Es tiempo de pensar por cuenta propia. "El futurismo nos ha hecho reír, gritar y escupir... Es una lástima que no nos haya hecho pensar", declaró Giovanni Papini al abandonar decepcionado el futurismo. En este sentido, convendría meditar en las palabras del filósofo español contemporáneo, Javier Gomá: "El problema no es ser libres, sino ser libre juntos. Necesitamos un arte que sirva para presentar de manera seductora y atractiva los límites inherentes a la convivencia. Comprender que determinadas limitaciones son intrínsecas al individuo, no lo aniquilan, sino que le prestan identidad, lo elevan. Como decía Goethe: limitarse es extenderse". O en estas otras: "Sin embargo, verás cómo los artistas transgresores inauguran en un museo con presupuestos del Estado y presencia de ministros, un arte en el que se insiste que el Estado es satánico, la sociedad nos aliena, la cultura nos sojuzga... Se presentan como transgresores aunque estén subvencionados por el Estado. ¡Qué pereza infinita de todos los que se llaman rebeldes, libertarios, provocadores, o transgresores! ¡Qué trasnochado y vacuo!".

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