Toda persona, sin distinción alguna, tiene derecho a decidir en su -llamémosle- terreno de juego, es decir, en el área que no está delimitada por la ley, ya que, precisamente, es la ley la que marca la frontera de la decisión, porque allí donde empieza la ley termina la voluntad individual en beneficio de un orden superior que hace posible la convivencia. Si no respetamos esa frontera, la Naturaleza, que es implacable, impone su ley: deciden los fuertes. A los seres humanos nos está permitido dialogar, intercambiar puntos de vista, llegar a acuerdos que beneficien a la mayoría, pues alcanzar la unanimidad entre humanos no se consigue ni en los concilios, pero en los asuntos o temas que son discutibles, que no lo son todos, debe decidir e imperar el criterio de la mayoría. Téngase en cuenta que los derechos y deberes de las personas son individuales, no de grupo, por lo que el individuo que forme parte de una minoría ha de tener los mismos derechos que el resto de los ciudadanos del Estado. Derechos amparados en la Constitución española y demás leyes. Sin embargo, ni la minoría ni el grupo pueden imponer sus criterios al conjunto.

Efectivamente. Si yo formo parte de una comunidad de vecinos, puedo decidir cómo pinto o decoro mi casa, o si pongo o no aire acondicionado, pero no puedo imponer que en las juntas de propietarios se pinte la escalera o se instale un videoportero en las viviendas, porque, de acuerdo con la Ley de Propiedad Horizontal, son asuntos que competen a la decisión y aprobación de todos los propietarios.

La mayoría de los españoles hemos depositado nuestro voto en las urnas para que un determinado candidato y partido político forme gobierno, con la sana intención de que un grupo de personas legisle y haga cumplir lo legislado; hemos decidido cuando era la hora de decidir, ahora nos toca respetar la ley.

Invocar el derecho a decidir como un derecho democrático, aunque no goce de amparo constitucional, es confundir los términos, porque la democracia se ejerce siempre dentro de la ley, no fuera ni al margen. El ordenamiento jurídico regula las competencias de los gobiernos nacional, autonómicos y locales, pero no por principio democrático todas las administraciones son competentes en todo.

La voluntad política de un gobernante nunca puede estar enfrentada a la legalidad. El presidente de una comunidad autónoma no puede hacer lo que quiera, por mucha voluntad política que tenga. Ha de ajustarse siempre a la legalidad. Y la legalidad, refrendada por el Tribunal Constitucional, dice que él no tiene competencias ni para convocar un referéndum ni para elevar a consulta popular asuntos que son de la exclusiva potestad del Estado. Así lo dice la ley, y la primera obligación de un gobierno democrático es cumplir y hacer cumplir la ley.

Democracia no significa solo la posibilidad de depositar en las urnas una papeleta con nuestro voto en unos comicios electorales para poder elegir a nuestros candidatos preferidos. El verdadero sentido de la democracia consiste en que todos y cada uno de los ciudadanos sepan que nadie, absolutamente nadie, está por encima de la ley que todos hemos elegido voluntaria y libremente. Esa es la verdadera esencia de la democracia y así es como funciona en un país libre. En democracia un gobernante no puede llevarse por iniciativas populistas, ni arrastrarse por intereses políticos, sino ha de cumplir la ley y las decisiones de los tribunales. ¿Y a qué viene todo esto? Pues a la enconada actitud del presidente del Gobierno canario de hacer un frente común con los responsables de los cabildos de Lanzarote y Fuerteventura contra las decisiones del Gobierno del Estado autorizando las prospecciones petrolíferas en aguas próximas a Canarias.