Mirando la ciudad antes de que pasen los servicios de limpieza uno entiende eso de la huella ecológica. El rastro de basura y contaminación que deja el ser humano a su paso. Cada vez que se reúne un gran grupo de personas, el sentido de la responsabilidad se difumina y, perdidos en la masa, los individuos ya no se comportan como tales. El final del año en la calle ha sido una enorme montaña de basura. Lo que podría llevarnos a la metáfora de que el resultado del año que dejamos atrás también lo ha sido. Pero no es así.

Hay que situar las cosas en su contexto. Llevamos casi desde el 2007 en medio de la madre de todas las crisis económicas. Primero explotaron los productos bancarios de crédito (una burbuja de dinero ficticio e impagable). La onda expansiva de la banca especulativa alcanzó a la banca de depósitos y a las deudas soberanas de los países. Y la metralla acabó llevándose por delante, como daño colateral, a las economías.

Todo el mundo debía más de lo que podía pagar. Y las fuerzas ciegas del mercado empezaron a operar para que el pánico cauterizara los excesos. Al final de la cadena, los platos rotos los pagan los de siempre. Los que están más abajo en la escala evolutiva. Los trabajadores y los pequeños y medianos productores que tienen que trabajar más por menos. Los paises europeos decidieron afrontar la pobreza sobrevenida con el sacrificio de sus ciudadanos a los que se les ha incrementado la presión fiscal. Y en ese contexto, en España empezamos a darnos cuenta de los restos de la fiesta que la gente había dejado tirados por el suelo.

En los años de la burbuja del ladrillo y de los chorros de dinero europeo que venían a inversiones en el país del "milagro español" la gente se movía estimulada por la oportunidad de ganar mucho en poco tiempo. Trabajadores gallegos venían a currar a destajo, de ocho a ocho, trabajando de noche y con focos, en promociones urbanísticas del Sur de Tenerife. Un alicatador podía ganar seis mil euros al mes. Y un peón de la construcción dos mil. Olvídate de que los pibes jóvenes del país se dedicarán a los estudios. La misma fiebre afectó a todo el mundo y a todas las escalas.

A las cabañas bajó y a los palacios subió. El marido de la infanta vendía humo a precio de oro a gobiernos autonómicos y ayuntamientos. Los consejeros de las cajas de ahorros públicas se repartían tarjetas, créditos y prebendas como el que regala peladillas. Las grandes empresas estaban dispuestas a conseguir más facturación pagando lo que hiciera falta.

Los restos de toda esa fiesta son los dos mil casos de acusaciones y ciento cincuenta causas abiertas este año que hemos dejado atrás. Cuando llegue la recuperación económica, la corrupción dejará de ser un problema social. Y el paro. Tendremos otros aunque parezca imposible. Ya nadie recuerda que el terrorismo era la máxima preocupación de este país. Nada volverá a ser como antes durante mucho tiempo, pero de esta época sólo quedarán algunos notables cumpliendo condenas y un país que ojalá haya aprendido la lección. Esa lección que la gente dice con vulgar clarividencia: uno no debe tirarse una ventosidad más grande que el orificio de salida. Y el orificio de salida es justamente este 2015. Allá vamos.