Hacía tiempo que los españoles -vamos a decir en general para evitar suspicacias- vivíamos cómodamente dejándonos llevar; íbamos a nuestro ritmo, a nuestras cosas y dejábamos que otros -en este caso los políticos- dirigieran nuestra vida colectiva sin fijarnos demasiado en cómo lo hacían; queríamos resultados: un sueldo (a ser posible fijo), una casa para vivir (aunque fuera con hipoteca con cláusula suelo), subvenciones a todo tren para casi todo y todos, una buena educación para nuestros hijos (a ser posible concertada), una sanidad pública generalista...; todo ello sin preocuparnos demasiado de dónde salía el dinero para mantener dicho tren de vida ni, muchos menos, de las posibles consecuencias que nos traerían el vivir mirando para el lado de donde se despertaba el sol.

Pero llegaron las sombras y, al parecer, nos vamos a tener que acostumbrar a vivir sin volvernos a poner las gafas de sol por mucho tiempo. Hemos despertado de un largo letargo y, ahora, nos tenemos que poner las pilas y comenzar a acostumbrarnos a ser protagonistas de nuestro propio destino; lo que implica asumir ciertas responsabilidades sociales y comprometernos un poco más (mucho más) en el día a día de nuestra existencia; en vigilar a quienes nos representan, cómo lo hacen y hasta dónde queremos que lleguen en nuestro nombre y, sobre todo, con nuestros dineros.

De pronto, nos hemos puesto a fiscalizarlo todo, a sospechar de todos, a cuestionarnos todo. Y eso ha sido así porque han comenzado a tocarnos determinadas fibras personales -sobre todo relacionadas con el bolsillo-, que nos ha conducido a que resulte incómodo el mero hecho de seguir ignorando tanto desorden político, social y moral. No sólo se han permitido el lujo de incumplir la palabra dada a través de sus respectivos programas electorales, sino que han intentado cuadrar los balances -los propios y los ajenos- a costa de los más débiles de la sociedad dejando casi sin tocar sus privilegios y sus baluartes.

La clase política, en general, se ha preocupado más de enmascarar sus propias debilidades y miserias que de socorrer a una sociedad que, inmersa en la fatalidad y en el infortunio, se veía terriblemente arrastrada por la vorágine de una desigual crisis colectiva, asumiendo muy a su pesar la socialización de las pérdidas, mientras sus dirigentes y los partidos que los apoyan se dedicaban, y se dedican, de forma obscena y descarada a privatizar las posibles ganancias.

Pero no contentos con abocar a la desesperanza a la sociedad a la que dicen servir, recortando toda clase de derechos e incluso de libertades, el gobierno central ha permitido, esta vez por omisión, que ciertos nacionalistas, alentados por un poder débil y acomplejado, y mediante actos sediciosos, socaven la convivencia y la paz social de todos los ciudadanos atentando contra la propia Constitución y quebrantando la soberanía nacional, utilizando como coartada el "derecho a decidir" de unos pocos para decidir el futuro de todos los españoles. Y lo han hecho induciéndonos a formar parte de su propio bucle melancólico, hecho de sentimientos encontrados y enfrentados, además de tergiversados y falsos, que han diseñado y proyectado desde el más abyecto victimismo opresor, y que se han encargado de transmitir desde las propias escuelas con la perversa intención de moldear conciencias y de malear conductas para obtener lealtades absolutas y serviles que apenas se cuestionen si no será mejor apostar por la fuerza global de la conexión y la unidad frente a la fuerza divisoria del egoísmo y del ego.

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