No creo que se haya reflexionado mucho sobre el odio, ni antiguamente ni ahora, de manera descarnada, descubriendo su función solapada pero activa y determinante.

Llego a comprender el odio individual, pasional, ciego, enfermizo, paroxístico. Es interesante al desvelar la complejidad y el lado oscuro del ser humano, constitutivo de la personalidad. Es una pulsión o afecto fundamental en el ser humano, que sería incomprensible sin el odio, exactamente igual que despojado del sentimiento de amor.

Lo que no soporto es el odio social, político, colectivo: el odio de la masa.

Otra de las pérdidas que debemos anotar con la posmodernidad y su relativismo es el exilio del psicoanálisis. Hay comprensiones que son difíciles fuera del psicoanálisis. Por ejemplo la sublimación.

Decía Freud que la sublimación -la reorientación de las pulsiones desviadas de sus verdaderos destinatarios o fines- permite hacer socialmente aceptable lo que, dirigido a su objeto o su destinatario natural, sería inaceptable y merecedor de reproche. Pero en las redes, las calles o las tribunas el mayor odio desencadenado, ebrio de su propio empuje, será tratado únicamente por su espuma política o sociológica. Sin atender a su gestualidad, el rictus, la rabia, la cara desencajada, los ojos saliéndose de sus cuencas. Curiosamente lo percibido directamente y a simple vista, lo que podría ser notariado por evidente, será justamente lo que quedará solapado por el enunciado pancarta y el gramófono. Por los eslóganes banales.

Así es posible odiar a la Iglesia más que a la Bolsa, a Israel mucho antes y de forma arrobada que a los que ahorcan gays. Estos odios a distancia, impersonales, abstractos, nos indican lo retorcido y disfrazado que aparece este sentimiento del hombre y por tanto personal por naturaleza. Qué o a quién persigue verdaderamente ese odio: ¿a unos desconocidos abstractos? De ahí que la sublimación se dirija hacía empresas "éticas" muy loables, incluso "racionales". Es camuflaje y desahogo.

Los nazis no necesariamente odiaban, obedecían a órdenes y prejuicios, y actuaban con eficacia industrial. Un sometimiento que anula el Yo.

¿Quién es más agresivo: el que participa lejano en un rito popular en el que se hace sufrir a un toro, o el animalista que casi revienta las venas del cuello, inflamadas por la pasión que le desborda, o que se lanza de cabeza al vehículo que transporta a Excalibur?

Hay personas en las que he visto dibujarse el odio en sus rostros, además con furia extrema, y que luego resultan ser casualmente pacifistas y animalistas. Tanto es el amor que les mueve que han de soportar el mal trago de patentizar todo lo contrario. Una agresividad muy justificada, la recomendada para el buen fin de la causa, suponemos. Parecen disponer de cierto caudal de odio, junto, por supuesto, al amor; el odio es tronante y exhibicionista, el amor muy discreto y silencioso: misioneros, médicos sin fronteras, cooperantes de verdad.

Los animalistas no parecen tener muy buena opinión de muchos humanos, como los antitaurinos que quizá celebran las cogidas de toros. A los pacifistas tal vez no les disgusten los muertos del ejército que deciden deben parar, el contendiente odiado.

La agresividad, la competitividad, y superación son valiosas siempre, si se subliman y se dirigen al deporte, al estudio, a fines individuales, o hacerse rico en variados cometidos.

El odio en España se vende muy bien, forma parte de nuestro modo de ser más propio, y según hitos históricos apenas cambia de coloración política. El disfraz ideológico suele ser la estratagema para esconder la intransigencia de tanta ansia, un flujo de odio caudaloso. Sin la nobleza de los jugadores de basket, futbolistas o ciclistas que reconocen su agresividad.