Rubens Henríquez, el arquitecto palmero que siempre ejerció en Tenerife, es uno de los principales baluartes de lo público que tiene Canarias. Estuvo en el Parlamento, durante la dictadura y en democracia; su trabajo para hacer mejor la Ley del Suelo, para convertir a los arquitectos en piedra angular de la sociedad civil en nuestra tierra y su propio trabajo como proyectista moderno de edificios, de casas y de planeamientos merecen el homenaje que se le rindió esta semana en el TEA, y muchos más homenajes y agasajos. Ese reconocimiento es una manera de entender lo público y de ejercer el oficio con la ambición de hacer mejor, más moderna, su tierra.

Estuve en el TEA, escuché lo que allí se dijo, ante la presencia, silente y sonriente casi siempre, cordial y distinguida como siempre, del propio Rubens Henríquez. Sentí muy cordialmente el afecto y la admiración de sus compañeros y me fui de allí con algunos pensamientos que me gustaría compartir con ustedes. Pues el trabajo civil de Rubens es uno de los más ejemplares resultados del compromiso de un hombre con el porvenir de su oficio y de su tierra, y ahora que ambos, el oficio y la tierra, están en profunda crisis, que se mire hacia él para ponerlo como referente indica la necesidad que, muy seriamente, tenemos en Canarias del recuerdo y la reivindicación de profesionales así.

Allí se recordó que fue Rubens quien impulsó una nueva forma de relacionar el ejercicio de la arquitectura con el planeamiento, es decir, con la intervención pública en el diseño del futuro. Un grupo de profesionales muy capacitados, bajo su influencia persistente, idearon unas islas mejor planeadas, con vistas a hacer más feliz el tránsito de la gente por la tierra; ese planeamiento arrancó del Colegio de Arquitectos y, ay, reposó en sus cajones porque las autoridades públicas luego fueron incapaces de hacerle caso. En una entrevista que tuve el honor de hacerle, y que los organizadores del acto tuvieron la deferencia de ofrecer, él declaraba su melancolía ante el hecho cierto de que ese trabajo profesional y colectivo se hubiera almacenado sin más; y seguro que, además, sintió rabia de que, como consecuencia de ello, esta tierra haya sido peor diseñada y hoy viva disfunciones graves, provenientes de la lacra más terrible de todas las que contempla el urbanismo, la especulación del suelo.

Por supuesto que en la trayectoria de Henríquez destaca, sobre todo, lo que ha quedado como más llamativo de su gestión: la inauguración del edificio (de Vicente Saavedra y Javier Díaz-Llanos, preclaros representantes de la mejor arquitectura en las islas) del Colegio de Arquitectos, con la excelente e inaugural escultura roja (la Lady) de Martín Chirino, y la subsiguiente gran Exposición Internacional de Escultura en la Calle, que tuvo como fuerza motriz, entre otras, la del propio Rubens y, sobre todo, la del citado Saavedra. Este proyecto, con todas sus derivaciones congresuales y críticas, y autocríticas, supuso un hito que prolongó entre nosotros la arriesgada voluntad modernizadora de la Gaceta de Arte de Westerdahl y Pérez Minik.

En ese acto al que fui (y del que nada han dicho los medios, y que hubiera requerido, además, una presencia más nutrida dada la importancia de Rubens y de lo que allí se iba a decir) estaban Chirino y Saavedra, había nuevos y veteranos arquitectos, público interesado en saber cómo se había producido aquel milagro civil que nacía de la ambición de un oficio, el de arquitecto, de darle a la sociedad el vigor que requiere para ser mejor.

Aquella melancolía de la que habla Rubens sobre el destino que tuvo el trabajo de planeamiento de sus compañeros puede extenderse al momento actual, pues ahora podemos comprobar que ni los actuales poderes públicos ni las instituciones que deberían mover a esta sociedad son capaces de movilizarse para mejorar y modernizar las estructuras y el pensamiento.

A mí me tocó, como a los demás, evocar esa pasión por lo público de Rubens, alentada en aquel periodo, principios de los años 70, y después. Esa mañana me había ocurrido una anécdota que me pareció significativa sobre la relación del público con lo público. Supe de primera mano que hay conductores de las guaguas de Titsa que tienen la insana costumbre de dejar sus motores en marcha mientras aguardan la hora de partida en las paradas del interior de la isla. El humo se esparce por los alrededores, la gente protesta porque la contaminación es evidente, pero los citados profesionales del volante consideran que su derecho al ruido es mayor que el derecho ciudadano a no tener que soportarlo. El desprecio al público, desde lo público, me pareció simbólico del padecimiento civil que vivimos.

Esa anécdota es una pequeña porción de la metáfora del descuido que estamos viviendo, que contrasta con aquella enseñanza de rigor, de defensa de lo público, de esfuerzo por llegar a la excelencia, que protagonizaron Rubens y sus colegas en aquel momento en que parecía que íbamos a vivir una época al menos de plata de nuestra modernización como sociedad, a partir, por cierto, de la mejoría de las ciudades. Pero me temo que hoy los humos de Titsa resultan más metafóricos de cómo estamos que los vientos que nos trajeron Chirino, los artistas, los medios y los arquitectos en aquellos aventurados, por venturosos, años 70.

De aquella esperanza Rubens es un símbolo. Le debemos gratitud, y debemos todos apoyar el esfuerzo con que marcó su trayectoria para que aquí resplandezca una esperanza que ahora está adormecida.