La noticia no es nueva. La leí en un diario británico hace meses y también en la prensa especializada incluso antes. No ha sido hasta ahora, sin embargo, cuando se ha enterado de ella un periódico español de tirada nacional y la ha llevado a la portada de su edición digital como una novedad. Una chica norteamericana -hoy en día a los 30 años se sigue siendo un chico o una chica en cualquier país del mundo- llamada Elizabeth Holmes se ha convertido en milmillonaria por haber logrado un método para simplificar los análisis clínicos -esos análisis de sangre que nos hacemos de vez en cuando- que destierra las dolorosas agujas, los desagradables tubos con las muestras de sangre y todo lo demás que tan bien conocemos los mortales.

Ciertamente hay mucha gente, inclusive con menos de 30 años, más rica que Elizabeth Holmes, más inteligente que ella -pese a que la inteligencia continúa siendo un concepto discutible y discutido, parafraseando lo que dijo Zapatero de España- y también más guapa que ella. Siempre podemos encontrar a alguien que nos supere en cualquier aspecto. Concurren en Elizabeth, empero, una serie de circunstancias que la convierten en protagonista de una de esas películas cuyos guionistas retuercen el argumento hasta extremos imposibles para romper los moldes tradicionales y aportar algo nuevo a la audiencia. A los 19 años, mientras estudiaba en la Universidad de Stanford -que no es una universidad cualquiera, dicho sea de paso-, se propuso ahorrar 3.000 dólares con el fin de realizar un experimento de clase, casi un trabajo para casa, que le permitiese comprobar una intuición sobre la simplificación de los análisis de sangre. Con un resultado prometedor en las manos, convenció a uno de sus profesores para seguir explorando el sistema. Había que perfeccionarlo bastante, pero lo consiguieron. El siguiente paso era comercializarlo.

Si Elizabeth Holmes hubiese sido española o residente en España, la primera puerta a la que habría llamado hubiera sido la de su consejería autonómica de Sanidad. Como posiblemente la habrían mandado al carajo -salvo que tuviese un primo bien colocado en el partido político oportuno-, no hubiese tenido más remedio que acudir al Ministerio de Sanidad, donde probablemente ni siquiera se habrían tomado la molestia de mandarla a freír chuchangas y ahí habría acabado todo. Ah, pero la guapa Elizabeth -encima, agraciada físicamente; lo dicho: el personaje perfecto para el film bonito pero improbable- no vivía en un país de subvenciones, subvencionados y llorones de toda ralea, sino en Gringolandia. Territorio en el que si uno no logra financiación privada para sus ideas, se las come con papas. No le fue fácil a la señorita Holmes encontrar quien la apoyase. Tuvo que llamar a 200 empresarios antes de conseguir un inversor. Igual que aquí, donde solemos tirar la toalla sin esperar al segundo "no"; nos basta con el primero. Y aunque no fuese así, tampoco hay en España 200 empresarios con derecho a usar ese nombre.

El resto es el final feliz de esa película perfecta que a estas alturas quizá ya estén montando en una fábrica de sueños llamada Hollywood, con la acotación añadida de que una vez más la realidad ha superado a la ficción.

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