Lo leía hace unos días con asombro. La policía tiene detectados 38 puntos de botellón en la capital. Solo en Santa Cruz, 38 lugares para el bebercio desenfrenado. Después del botellón, suciedad, botellas, y demás residuos. Al Ayuntamiento le cuesta 100.000 euros al año limpiar esos lugares. Ahí es nada...

Más allá de eso, siempre hubo botellón. Todas las generaciones, en general, se han rascado el bolsillo, han comprado alcohol, han abierto la maleta del coche y se han echado un trago en medio de la calle. ¿Quién no recuerda arañar unas pesetas o unos euros, para juntar y comprar la botellita de marca espantosa y el hielo? No había dinero para más...

El lado oscuro llega después del botellón, y no me refiero a la suciedad, las botellas rotas o el ruido. Me refiero al tráfico, a conducir con el coche cargado de amiguetes. Me refiero a la vida y a la muerte. Beber a mansalva con los colegas, sin tino, muchas veces se convierte en la frontera, entre la vida y la muerte.

Soy padre y hay algo que nunca he podido asumir, ni es probable que mi mente asuma nunca. Esperar la fría llamada de madrugada de un guardia civil anónimo. Escuchar su mensaje, y que el mundo de repente se termine. No estoy dispuesto a asumir esa frontera entre la vida y la muerte.