Enlazamos el inicio de este comentario con el final de nuestro editorial de ayer. El Cabildo de Tenerife ha apostado definitivamente por relanzar el sector vitivinícola de la Isla, al tiempo que advierte de ciertas maniobras en contra de la Denominación de Origen Tenerife por parte de quienes están a favor de la Denominación de Origen Canarias. Un hecho, como hemos señalado, preocupante aunque tampoco nos sorprende. Desde siempre muchas iniciativas tinerfeñas, tanto las empresariales como las de carácter público encaminadas a dotar a la Isla de las infraestructuras necesarias, han sido boicoteadas por parte de quienes no han dudado en dividir a los canarios con tal de que no prospere la más extensa y poblada de las islas de este Archipiélago. Tiene todo nuestro apoyo Carlos Alonso, presidente del Cabildo, siempre que se trate de defender los intereses de Tenerife.

Con respecto al presidente de la Corporación insular tinerfeña también hemos leído con detenimiento su artículo titulado "Las banderas del insulto", publicado ayer en EL DÍA. "El Cabildo jugó un papel fundamental en la captación del negocio del juego en la Isla", señala Carlos Alonso. "Canarias vivía los mejores momentos de una transición política y económica y existía el riesgo de que el negocio de los casinos trajera a Tenerife más problemas que soluciones. La Corporación insular, con buen criterio, asumió el papel de actuar de dique de contención de ese negocio típicamente privado y se hizo con la propiedad de los tres casinos de la isla. Pasado el tiempo, entendimos que nuestra sociedad está lo suficientemente madura como para que todo regresara a la normalidad".

De acuerdo, pero con ciertas matizaciones. No es que el Cabildo se hiciese con la propiedad de los tres casinos; fue la Corporación insular la que los constituyó como empresa. Primero el Casino Taoro, luego el Casino Playa de las Américas y por último el Casino Santa Cruz, este último cuando el sector ya estaba en declive en Canarias y en toda España no tanto por la crisis económica sino por un agotamiento de la clientela.

Sobre la conveniencia de que una institución pública, como lo es el Cabildo de Tenerife, crease estas empresas se ha hablado mucho durante los últimos años. La principal razón esgrimida ha sido la repercusión social de los beneficios del juego... mientras los ha habido, naturalmente, porque después las cuentas de resultados de esas empresas han sido claramente negativas. Pero aún hay más: desde la reapertura de los casinos en España, como bien dice Carlos Alonso en los alegres tiempos de la transición política y económica, la legislación aseguró ese reparto de la riqueza con una carga impositiva a estas empresas del 50% de sus ingresos. Mientras la gente tuvo dinero que gastar no hubo problemas. Luego casi todas, salvo unas pocas situadas en puntos estratégicos de la Península, empezaron a ser inviables y ese 50% de gravamen sobre los ingresos tuvo que ser reducido. Por lo tanto, los ingresos de los casinos en Tenerife y en cualquier parte de España han estado reencaminados, desde siempre, a llenar las arcas de la Administración, no sabemos si para construir escuelas y hospitales o para pagar las facturas de las flotas de coches oficiales. En cualquier caso, todo eso ocurrió mucho antes de que Carlos Alonso asumiese la presidencia del Cabildo.

Sí acierta plenamente el titular de la Corporación insular tinerfeña cuando dice que, pese a las críticas de los de siempre, va siendo hora de volver a la normalidad en el asunto de los casinos. Es decir, a dejar esta actividad en manos privadas. Añadimos que no solo en el sector del juego son adecuadas las decisiones de este tipo, sino en cualquier actividad. No somos de los que quieren que todo esté en manos de la iniciativa privada frente a quienes lo quieren todo gestionado desde el sector público. Las administraciones deben intervenir allí donde no lleguen las empresas privadas a la hora de prestar servicios esenciales, por la razón que sea. Eso nos parece fuera de toda discusión. No obstante, no es su principal misión competir con las empresas privadas sino crear las condiciones para que estas puedan desarrollarse, tener beneficios, generar puestos de trabajo y pagar impuestos para mantener los servicios públicos. Los países más prósperos son aquellos en los que las empresas y los ciudadanos mantienen al Estado, y no al revés.