La economía europea ha empezado la semana conteniendo la respiración ante el referéndum escocés de pasado mañana. El análisis es sencillo. Ante unas encuestas muy igualadas es probable que no se conozca el desenlace hasta última hora del jueves, con lo cual los mercados bursátiles no lo tendrán en cuenta hasta la sesión del viernes. El asunto, lejos de incumbir únicamente a la libra y a la economía británica, afecta a toda la Eurozona en una etapa todavía incierta de la tímida recuperación que está siguiendo a los años de la crisis. Una victoria de los independentistas tendrá una repercusión inmediata no solo en España y su problema catalán; también afectaría a Bélgica e Italia, así como a otros países de la UE ya que actualmente casi ninguno de los estados comunitarios se libra de reivindicaciones secesionistas, si bien no tan virulentas como las de Cataluña, Escocia, la Padania italiana o Bélgica; un país prácticamente roto en dos partes. Una atomización de Europa que causaría, además de la incertidumbre política inherente a todo proceso de desintegración, la pérdida de una economía de escala que tanto ha costado organizar y que es vital para la supervivencia de muchísimas empresas continentales. Los catalanes, sin ir más lejos, venden en lo que aún continúa siendo el resto de España un 92 por ciento de los bienes y servicios que producen.

La pregunta consiguiente es si merece la pena seguir adelante con este proceso a cambio de materializar ese sueño del romanticismo nacionalista, hoy pura quimera, de que cada pueblo posea su estado. Cuando Gavrilo Princip pasaportó en Sarajevo al archiduque Francisco Fernando y a su esposa la duquesa Sofía, hace ahora un siglo, aún cabía hablar de pueblos sometidos por monarquías imperialistas. Hoy ese planteamiento resulta directamente ridículo. Sobre todo si tenemos en cuenta que ayer mismo, mientras Arturo Mas daba por roto el pacto constitucional en su carrera hacia la consulta o las elecciones plebiscitarias, el primogénito de Jordi Pujol declaraba en la Audiencia Nacional no como un valiente luchador por la libertad al que persigue el oprobioso Estado español, sino en calidad de lo que es: un chorizo. De cuello duro, pero un vulgar ratero a fin de cuentas.

Lo malo -lo decía el domingo- es que a los catalanes les va la marcha. Cuanto más les roban más apoyan a un nacionalismo de la butifarra que no se ha conformado con llevárselo crudo -y a manos llenas- durante más de tres décadas, sino que además se ha comportado como las ratas que soplan al morder para no despertar a la víctima. Toda una generación ganada para el odio en pos de que Pujol, Mas y otros sean algo en la política y también en la no política. Lo mismo que ha estado ocurriendo en Canarias con otros protagonistas. Todavía sin llegar a esos niveles, desde luego, pero todo se andará.

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