Ha cundido en este país la fea costumbre de no guardar los secretos. No ya los confidencias que hace un amigo o un familiar en el ámbito personal. Esas cosas uno se las calla o las pone en la plaza pública según sea su moralidad o la educación que ha recibido. Me refiero a los asuntos reservados a los que se accede en función de la profesión o el oficio desempeñado. En el caso de algunas de esas profesiones (médicos y personal sanitario en general, abogados, jueces, agentes de la autoridad, asesores fiscales o de cualquier tipo, etcétera), el secreto está explícitamente regulado por la ley, al igual que cabalmente penada la divulgación de la información obtenida. En otros casos la legislación está más diluida. De forma general, tenemos la Ley de Protección de Datos con sanciones muy severas para los infractores, sean estos personas o empresas; mucho más si son empresas.

Pero no basta con la ley si no existe una cultura de la reserva; llamémoslo así. Una cajera de supermercado no puede comentarle a su amiga que a don Fulano o a doña Mengana le ha salido denegado el pago con la tarjeta de crédito. Ni un maestro de un colegio privado debería comentarle a nadie, ni siquiera al amigote con quien se toma unas cervezas el sábado por la tarde, que a los hijos de tal personaje están a punto de expulsarlos por falta de pago de las mensualidades; eso por seguir con otro ejemplo del que también he sido testigo. Tampoco me parece oportuno que una empleada de un hospital, sin pertenecer al personal médico ni sanitario, informe a unos amigos durante una cena de chiringuito veraniego sobre las dolencias de una persona conocida que acaba de ingresar. Si estas cosas no las entiende quien las debe entender de forma intrínseca, difícilmente se pueden implantar a golpe de denuncia.

La consecuencia de esta cultura es que nadie está a salvo de verse en la picota. Luego vienen las protestas, un tanto cínicas, de un grupo de estrellas del celuloide que han visto sus imágenes íntimas repartidas urbi et orbi para solaz de los onanistas o curiosidad de un personal proclive a la morbosidad. Sobra añadir que la inmensa mayoría de esas actrices están contentísimas con el hecho de que se vuelva a hablar de ellas. Más o menos lo que experimentó una ex miss hace poco cuando, al publicar una foto en la que aparecía debajo de su amanta (no amante, amanta, aunque a mí el asunto me da igual), consiguió que durante un par de días fuese noticia de portada en la prensa nacional. Un tema bien recibido en las agostadas redacciones de los medios. Ni hecho adrede le hubiera salido tan bien.

Lo malo de este desbarajuste, ya sea por un motivo o por otro, es que mucha gente deseosa de vivir tranquila en un respetable anonimato se ve arrastrada a la vorágine del todo se sabe o todo puede saberse. Lamentable, pero qué le vamos a hacer.

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