No voy a citar el nombre exacto porque hoy no tengo el humor adecuado -me duele la espalda y estoy hasta la coronilla de oír el cencerro de las ovejas en un pueblo perdido de Asturias- para ponerme a buscar datos en el Google o la socorrida Wikipedia, pero sí la anécdota que es, en definitiva, lo esencial del asunto. Se cuenta de cierto obispo -creo recordar que se trataba de un obispo irlandés, aunque de eso tampoco estoy demasiado seguro- que llegó a Nueva York en barco porque entonces la gente iba de Europa a América, y viceversa, en barco y no en avión. Aquel hombre de fe iba a hacerse cargo de una importante diócesis neoyorkina. Motivo por el cual su llegada despertó bastante interés en los medios de comunicación. Una docena larga de periodistas lo esperaban casi al pie de la escala del trasatlántico para obtener de él sus primeras declaraciones en el Nuevo Mundo. Entre la batería de cuestiones, uno de los periodistas le preguntó qué opinaba de las prostitutas de Brooklyn. "¿Hay prostitutas en Brooklyn?", preguntó a su vez el prelado, desconocedor absoluto de esa circunstancia.

"Primera pregunta del obispo tal al llegar a Nueva York: ¿hay prostitutas en Brooklyn". Ese fue el titular de portada al día siguiente de varios periódicos neoyorquinos. Totalmente cierto y a la vez completamente falso atendiendo a la forma, por otra parte lógica, en que lo interpretaron los lectores. Cosas de los llamados chicos -ahora también chicas; casi más chicas que chicos- de la prensa.

Me he acordado de las prostitutas de la ciudad de los rascacielos porque hace unos días un señor de Madrid me comentó, con un tono harto despectivo, que en la ciudad alemana de Francfort sólo había visto prostitutas y drogadictos pinchándose en plena calle. Es una persona a la que aprecio. Motivo suficiente para no entrar en discusiones con ella sobre este asunto ni sobre ningún otro. Como he estado varias veces en esa ciudad alemana, la última hace poco más de una semana, me pregunté -sin formular tal cuestión en voz alta; únicamente para mis adentros- si estábamos hablando de la misma ciudad. Pronto supe que tenía esa información de oídas. En realidad, se la había comentado uno de sus hijos. En otras circunstancias me hubiera entristecido por esa pertinaz manía de los españoles -supongo que como consecuencia de un complejo de inferioridad tan absurdo como extendido en este país- de desacreditar lo foráneo. Otra opción por mi parte hubiese sido recordarle al apreciado madrileño -o gato, gentilicio alternativo para los nacidos en la Villa y Corte- la cantidad de señoras de la vida que pasean a sus anchas por la calle de la Montera, a escasos metros de la Puerta del Sol. No estaba, sin embargo, para debates.

Viajar y ver por nosotros mismos lo que hay que ver o lo que queremos conocer. No es lo mismo viajar a ras de tierra que hacerlo como turista volando de aeropuerto en aeropuerto, desde luego, pero hay que viajar; aunque sea como turistas. Al menos para que nadie nos cuente trolas.

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