Por obvios motivos profesionales estoy obligado a viajar conectado a Internet. Es un fastidio. Lo sé desde hace años pero lo tengo asumido. Por eso antes, a la hora de reservar un hotel -algo que suelo hacer diariamente cuando deambulo sin rumbo fijo- mi única preocupación es que tuviese una buena conexión con la llamada Red de redes. En realidad, me bastaba con que la tuviese; que luego fuese buena o que funcionase a la velocidad de las chuchangas era como jugar a la ruleta. Algo intrínsecamente incierto.

Hoy esa preocupación ha desaparecido. No hay hotel, pensión o albergue que no tenga su conexión con Internet. De sobra saben sus propietarios que en caso contrario no se comen ni la pata de un cangrejo en lo que se refiere a captación de clientes. Una apreciación más antes de seguir: los albergues se llaman ahora hosteles. Otra pollabobez de la modernidad del lenguaje en boga. Qué le vamos a hacer. Me contaba un motero que el otro día le tocó dormir en uno de esos "hosteles" con dos chicas de quince años. "Imagínate lo bien que me lo hubiese pasado si tuviera quince años menos". Creí recordar en ese momento que a las mujeres -y también a los hombres, por supuesto- por debajo de los 18 años los protege la ley y por encima de los 65 la naturaleza, pero en fin. Sea como sea, un apunte más para que no se intranquilicen demasiado los padres que sueltan a sus retoños por esos mundos de Dios -o de la Virgen- para que a su vez se suelten el moño aunque, hablando en serio, resulta difícil pensar que un adolescente -o una adolescente- de quince años ignore algo que no sepamos quienes hemos dejado atrás el medio siglo de existencia en este mundo. Pero sigamos con Internet en los hoteles.

Ahora, como digo, hay conexión en todas partes..., pero resulta casi imposible navegar por ese siempre subyugante ciberespacio. Antes éramos un escaso puñado de locos los que viajábamos con un ordenador portátil bajo el brazo. Siendo pocos, las líneas, aún lentas, funcionaban. Ahora todo hijo de vecino tiene una tableta o, peor todavía, un teléfono inteligente que fotografía todo, graba en vídeo todo y, acto seguido, lo transmite todo sin otra acción necesaria que la de apretar una tecla. Así tenemos a una señora, a la que sus hijos probablemente la enseñaron a usar el artilugio, enviando una foto que se hizo esa misma mañana en una calle de Roma a su vecina que se ha ido de vacaciones a Tailandia. Y no sólo eso. También está el pibe que le manda fotos a su amigo que se ha quedado en casa, o entre los propios compañeros de viaje, pues mola mucho estar en una habitación de un hotel y chatear con quien ocupa la contigua. Con lo fácil que es salir a la terraza y hablar cara a cara como se hacía antes. "Hemos invertido casi 20.000 euros en los dos últimos años para tener más cobertura y ancho de banda", me comentaba el otro día el dueño de un hotel alemán. Inútil esfuerzo, porque a los pocos meses vuelven a estar colapsados.

Devorados por nuestro propio progreso, cabría titular este artículo. Más bien consumidos por la estupidez de no poder vivir sin estar enganchados a Internet. Categoría en la que, mal que me pese, estoy incluido.

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