Suelo tener en la mesa del ordenador recortes de periódicos que me sirven como referencia para escribir y, contestando a unos correos electrónicos, entre tanto papel me encuentro una cartulina avejentada que saltó y salió volando por el efecto del ventilador, cayendo al suelo a mi espalda. Como a uno ya le va faltando movilidad y está un poco vago, en principio pensé dejarla en el suelo a ver si la recogía otro, pero observé que la letra me era conocida. ¡Albricias! Al recogerla resultó ser la letra de mi madre en una postal dirigida a una amiga en noviembre de 1920, cuando tenía 16 años. Por el reverso descubro su foto, en la que está con vestido de color blanco y en la cintura como una fajita de color crema, y dos largas trenzas y el resto del pelo recogido con una redecilla. Está guapa, y destacan sus enormes ojos negros y sus eternas ojeras, sentada, y como fondo lo que parece un patio con flores y plantas. Dice mi mujer que ha sido un acercamiento, pero la postal apareció limpiando unas gavetas y mi hija la puso en el escritorio para escanearla.

Mi madre fue una mujer ejemplar, buena hija, gran matriarca y excelente estudiante. Tenía una letra preciosa, cursiva e inclinada a la derecha, con unas mayúsculas que llamaban tanto la atención que así fue como el notario Martínez Fuset, que le escribía a Franco sus discursos, le encargó que le hiciera algunos documentos. Entonces ella vivía en la plaza del Patriotismo esquina a Emilio Calzadilla, donde mis abuelos tenían una casa de comidas y una pensión, y allí seguramente fue donde conoció a mi padre, militar de profesión. Como digo, fue muy buena alumna y podría haber estudiado varias carreras si sus padres hubieran podido costearlas, pero se conformó con la afición al teatro, y el famoso sastre de la calle del Castillo, Jacinto del Rosario, autor, escritor y un hombre muy polifacético, se la llevaba de actriz y cantante de zarzuela. Puede que de ahí venga mi afición a la música.

Las mujeres de aquella época estaban destinadas a casarse, y una vez que mi padre la enamoró, no le permitió seguir estudiando. En su primera etapa de casados vivieron en la calle San Rafael y San Roque, y llegaron cuatro hijos, pero, como todos los militares siempre con las maletas a medio hacer, fueron consignados a El Ferrol. De allí surgió el destino a Las Palmas, donde nacimos otros tres hermanos, y tiempo después regresaron a la isla, donde llegaron los dos últimos. Así que, siendo once de familia, nos embarcaron rumbo a Jaén, la tierra de mi padre y en la que residimos casi diez años. En 1953 le perdimos, y mi madre decidió volver a casa para educarnos con la ayuda de sus padres.

Siempre le escuché decir que su mejor etapa fue la que vivimos en Las Palmas, y que los mejores tiempos fueron bajo la dictadura de Primo de Rivera, porque había de todo: mantequilla y hasta leche en polvo. En otra época que mi padre fue jefe de la Caja de Reclutas le traían regalos: arroz, garbanzos, lentejas, aceite... y mi madre lo intercambiaba por ropa, medias, calcetines, camisas... Era la etapa del racionamiento y las cartillas de cupones, cuando se sufrieron muchos avatares y dificultades. Les recuerdo haciendo el presupuesto al día, "escogiendo" el grano del que separábamos los gorgojos. No había nevera ni lavadora, la cocina era de carbón o leña, y se hacía cola para todo. Lucharon mucho y salimos adelante derechitos como velas.

Nunca se quejó, afrontó su suerte con dignidad, sin olvidarse de la bondad y el cariño, siempre dando la razón cuando había quejas, lo que la hacía parecer a veces débil de carácter, pero su prole y su marido fueron primordiales en la vida. Falleció en 1978, con casi 72 años, víctima de una leucemia descubierta por unos catarros muy mal curados. Su médico, el doctor don Fernando García Talavera, la quería mucho e hizo todo lo posible por sacarla adelante, pero se nos fue joven. Ahora solo nos quedan recuerdos imborrables, y tras aquella noche tan triste siempre permanecerá en un rincón de nuestra alma.

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