Miguel Zerolo siempre ha sido un político peculiar. Un político a su manera tanto como concejal del Ayuntamiento de Santa Cruz, como consejero de Turismo en el Gobierno autonómico que presidía Manuel Hermoso y como alcalde de la capital tinerfeña. Vaya por delante que el Tribunal Supremo no lo ha condenado por corrupción. Tiene otras causas pendientes, pero esta vez la sentencia lo que le recrimina es un acto de prevaricación administrativa. Más o menos -yo no soy jurista, ni siquiera consorte- lo sentencian los jueces por actuar injustamente a sabiendas de que lo hacía, aunque él sostiene que hizo lo que consideraba mejor para el Ayuntamiento y, consecuentemente, para toda la ciudad. No lo han condenado por corrupción pero, como señalaba acertadamente el comentario editorial de ayer de este mismo periódico, lo han condenado. Por eso su decisión de dimitir, aunque considera que la sentencia no lo obliga a abandonar su puesto de senador pues sólo afecta a cargos electos administrativos, es valiente y acertada. Desde el momento en que se hizo pública la sentencia su continuidad en política no era factible.

Al final ha decidido el exalcalde de Santa Cruz cumplir lo que dijo ante los magistrados del Tribunal Supremo cuando se celebraba la vista oral. Entonces manifestó que abandonaría su cargo en el Senado si finalmente era condenado. No hace falta recordar ahora, de forma un tanto manida, lo que sucede en otros países vecinos en circunstancias similares. Por mucho menos que una condena del Alto Tribunal de cualquier nación europea han abandonado sus cargos de ministros o de consejeros en un gobierno regional decenas de políticos.

Aunque Zerolo lo ha hecho, y lo ha hecho con gallardía, dimitir no es un verbo de fácil conjugación en España por un motivo esencial: la mayoría de los políticos no ocupan sus cargos con un afán de servicio público; con una idea de aportar a la comunidad un plus que les sobra como profesionales en sus respectivas ocupaciones privadas. La mayoría están en la política para ganarse la vida -y ganársela bien- sin tener que matarse a trabajar. O incluso matándose a trabajar -porque muchos sí que intentan dar lo mejor de sí mismos- pero teniendo a cambio un empleo con cargo al erario. El sueño de casi cualquier españolito que se precie es ser funcionario. Y si no se siente con ganas ni fuerzas de preparar una oposición, le queda la alternativa de afiliarse a un partido con posibilidades, lamer los suficientes traseros y conseguir que lo pongan en un buen puesto de cualquier lista. Siento decirlo con tanta crudeza -incluso con cierto desdén escatológico-, pero es así y ustedes lo saben. Con todas las excepciones que se quiera, es así y no de otra forma. Por eso les cuesta tanto dimitir a nuestras mujeres y nuestros hombres que viven de la política -insisto en ello- sin vivir del todo mal.

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