"Hay una forma más barata de vida, pero no merece la pena vivir así, y una forma más cara pero no la conocemos", me dicen unos moteros durante el tedioso e imprescindible trayecto en barco desde Tenerife a Huelva. Lo que la Naviera Armas inauguró hace algo más de tres años como una cómoda línea rápida entre las dos capitales canarias y el citado puerto del sur de la Península ha terminado por convertirse en un minicrucero para los viajeros tinerfeños, obligados a hacer escala en los puertos de Las Palmas y Lanzarote tanto a la ida como a la vuelta. Una vez más Tenerife en el fondo del saco y en plan lo tomas o lo dejas, aunque no es el tráfico marítimo de lo que pretendo hablar en estas líneas dominicales. Pretendo hacerlo de los viajes en moto.

Cada año por estas fechas, cuando le comentaba a José Rodríguez que me iba de gira por Europa sobre dos ruedas, me preguntaba si mi mujer me acompañaría. Al decirle que sí, por supuesto que sí, quería saber si iba de paquete en la moto. "Es una forma de decirlo, don José", le respondía. Por la expresión de su cara resultaba evidente que le costaba creérselo. Luego, cuando hablábamos por teléfono a lo largo del viaje, no dejaba de interesarse por mi esposa, tal vez para cerciorarse de que no le estaba contando una trola desde el principio. "¿Y no se cansa de ir tantas horas en la moto?", insistía en sus preguntas.

Este año, porque la vida es como es y no como a nosotros nos gustaría que fuese, José Rodríguez no me ha hecho ninguna pregunta antes de salir ni la hará a lo largo de un viaje que este verano no nos llevará a la lejana Estambul a través de los sempiternamente conflictivos Balcanes, sino hasta Tallín; la capital de la más septentrional de las repúblicas bálticas, a la orilla del Golfo de Finlandia y a un día no muy largo de San Petersburgo. Atrás habrán quedado Barcelona, Estrasburgo, Munich, Praga, Cracovia y Varsovia entre otras ciudades, y quedará por delante Riga, Berlín, Rotterdam y -cómo no, estando en 2014-, varias localidades del norte de Francia donde hace un siglo teutones y galos, junto a los siempre irremediables ingleses, se enfrentaron con una saña y una eficacia para matarse mutuamente jamás vista hasta entonces. Un viaje de cuento de hadas como los que soñaba en mi infancia que a día de hoy puede hacer cualquiera -sólo es necesario proponérselo-, pero susceptible de quedarse en nada al menor percance. Un ligero derrape en la rampa de descenso del barco, un tobillo inoportunamente roto y todo acaba antes de comenzar. Un encanto añadido -prefiero suponerlo así- de las aventuras moteras. La cuota adicional de incertidumbre la pone una Europa -no hace falta ser nacionalista para ser imbécil, pero ayuda bastante- que sigue sin verse libre de cretinos cien años después de la primera hecatombe planetaria. Qué le vamos a hacer.

Este año José Rodríguez no me hará ninguna pregunta porque no necesita hacerlas. Supongo que allá donde se encuentre nos estará viendo y moverá la cabeza, con ese gesto inconfundiblemente suyo, justo antes de decir para sus adentros "pues era verdad". "Hay una forma más cómoda de viajar pero no merece la pena viajar así", se parafrasean a sí mismos los moteros del barco de Armas. Incomprensiblemente, estoy de acuerdo con ellos. Durante años había recorrido gran parte de Europa, de América y hasta de África en coche. Cuando hacía frío, cerraba las ventanillas y asunto arreglado. Y si hacía todavía más frío, ponía la calefacción. La lluvia me incordiaba pero no me empapaba y el calor tenía el fácil remedio, cuando lo tenía, del aire acondicionado. Si me entraba sueño en mitad de la carretera, bastaba con orillar el coche en una zona de descanso -con frecuencia era suficiente una cuneta a la sombra de un árbol- para echar una cabezadita. En el maletero había espacio suficiente para llevar todo lo que necesitábamos -con frecuencia bastante más de lo que necesitábamos-, y lo que no cabía lo poníamos en el asiento de atrás.

Todas esas comodidades desaparecieron el día en que nos subimos a una moto. Ahora la lluvia, además de incordiarnos, nos cala hasta los huesos. El frío nos hace tiritar de verdad y el calor nos abrasa inclemente hasta dejarnos al borde del desmayo. Además, no hay espacio para llevar casi nada. Por si fuera poco, si sufrimos un accidente no tenemos el doble, el triple o diez veces más posibilidades de no contarlo; las probabilidades de no sobrevivir son 17 veces superiores cuando se va en moto. Sin embargo, ni nosotros ni ninguno de los moteros con los que he compartido casi cuarenta horas de barco rumbo al puerto onubense cambiarían el subyugante incordio de este desnudo vehículo por la comodidad del coche. Podría intentar explicar el porqué de este aparente masoquismo, pero quienes jamás han pasado por la experiencia de un viaje en moto difícilmente lo entenderían, y a quienes lo han hecho no necesito convencerlos de nada.

Los motoristas no tienen buena fama entre los demás usuarios de las carreteras. Injusta mala imagen debida a unos pocos locos, también en este caso inevitables. No es esa minoría de la que hablo. Los que tengo en mente al escribir este artículo son individuos que ya están en sus cuarenta, sus cincuenta y, a veces, en sus sesenta años de vida. Quizá suene un poco macabro, pero quienes han llegado a esa edad sin quedarse sobre el asfalto, o han tenido mucha suerte, o han sido muy prudentes, si bien la suerte suelen tenerla aquellos que no cuentan con ella.

Los problemas de cada día, de cada semana, de cada mes y hasta de cada año no desaparecen por la circunstancia estacional de que llegue el verano con sus vacaciones. Únicamente se quedan ahí, aparcados y convenientemente olvidados de forma transitoria. Por eso son imprescindibles las vacaciones. Durante las próximas cuatro semanas les hablaré de nuestros políticos y sus eternas diatribas y de lo que me parece bien o mal de cuanto nos rodea en nuestra existencia cotidiana, pero intentaré que sea desde una perspectiva distinta y, en la medida de lo posible, distante. Esa forma de ver el bosque no desde dentro sino desde fuera. Perdiendo algunos detalles pero ganando mucho en esa también imprescindible apreciación de conjunto.

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