"El secesionismo catalán pretende romper la convivencia entre los españoles y destruir su más valioso patrimonio: la condición de ciudadanos libres e iguales. El nacionalismo antepone la identidad a la ciudadanía, los derechos míticos de un territorio a los derechos fundamentales de las personas, el egoísmo a la solidaridad. Desprecia el pluralismo social y político, y cuando trata de establecer fronteras interiores arrincona como extranjeros en su propio país a un abrumador número de ciudadanos".

Así comienza el "Manifiesto de los libres e iguales", leído esta misma semana en la escalera principal del Congreso de los Diputados con el apoyo de un grupo de intelectuales. Entre los firmantes hay nombres tras significativos como poco sospechosos de apoyar el nacionalismo español frente a los separatismos periféricos: escritores como Félix de Azúa, Jon Juaristi, Javier Reverte o Mario Vargas Llosa, economistas como Joaquín Leguina, Felipe Serrano o Gabriel Tortella, empresarios como Carlos Falcó, Isabel Benjumea o José María Larrea, junto con juristas, políticos y filósofos, entre ellos Fernando Savater, son algunos de los firmantes iniciales.

Hoy y mañana estaré en Barcelona. Apenas veinticuatro horas porque esta ciudad me coge de paso una vez más. El tiempo suficiente, en cualquier caso, para recibir la atención que siempre me han dispensado los catalanes; tal vez la más exquisita que he tenido en cualquier lugar del mundo. No sé si cuando entro en una tienda y el dependiente me saluda en catalán pero pasa al castellano apenas se percata de que hablo español lo hace por interés comercial o por una cuestión de cortesía. El caso es que lo hace. Si el odio a España y a los españoles que nos llega desde Cataluña no tiene su origen en la gente cotidiana, ¿dónde lo tiene?

Hace unos días leía una entrevista que le hacían en un portal digital nada digno en cuanto a parcialidad informativa a una señora muy comprometida con la inmersión lingüística en Cataluña. Una señora cuyo nombre había sido adaptado al catalán pero cuyos apellidos, que no voy a citar para no personalizar la anécdota, eran claramente castellanos. Lo primero que pensé es que esa señora, tan catalana ella y tan defensora del nacionalismo de la butifarra, poseía ancestros más españoles que los míos. Esta señora catalana por injerto -no existe catalán más radical que un charnego temeroso de que lo vean como a un paleto- se jactaba de que en las escuelas de "su país" los niños hablaban catalán por obligación, salvo en el recreo; momento en el que excepcionalmente se les permitía conversar en español, aunque poniendo mucho cuidado "porque a poco que nos despistemos, el español se come al catalán". Se come al catalán en Cataluña de la misma forma que se está comiendo al inglés en Estados Unidos, pero frente al fanatismo no cabe ningún razonamiento, por mucho que lo ampare la lógica más incontestable.

Ahí tenemos un claro ejemplo de dónde están los núcleos del odio a España y a lo español. Lo malo para esos niños catalanes es que cuando les llegue la hora de enfrentarse al mundo laboral sabrán mucho catalán y algo de inglés, pero seguirán en pañales en un idioma necesario para moverse por buena parte de este mundo. Aunque no creo que eso les importe a los Mas, los Pujol y compañía, grandes vividores desde siempre a costa de su nacionalismo integral.

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