La izquierda española, la más cavernícola y despistada de cuantas existen en Europa, sigue pensado que aún estamos en los tiempos de la guerra fría o del tardofranquismo. Aquellos años setenta a mediados de los cuales, justo cuando moría el dictador, concluía el entonces quinto de bachillerato y quería cambiar el colegio de curas de siempre por un instituto de segunda enseñanza. Me apetecía, en contra del criterio de mis padres, probar también lo que era la enseñanza laica. No es que mi padre y mi madre fueran muy devotos. Católicos de manera oficial, sí; como todo el mundo entonces por imperativo de las circunstancias, pero no era ese el motivo de su preferencia por que siguiera en manos de los salesianos de La Orotava. La razón era que intuían la distancia entre la enseñanza impartida por el colegio villero y el instituto portuense. Y no se equivocaban.

Sexto de bachillerato y COU -el entonces curso de orientación universitaria- fueron un paseo académico para mí. Nunca hasta entonces, ni nunca después, me fue tan fácil conseguir sobresalientes y matrículas de honor. Un expediente ficticio, claro, pues respondía no a mi esfuerzo ni a mi excelencia como alumno, sino a una diferencia abismal de nivel. Luego lo pagué al llegar a la Universidad porque nunca ha habido duros a cuatro pesetas, pero esa es otra historia.

No fue, sin embargo, todo malo y nefasto en aquel instituto. Al contrario: suponía toda una novedad, ustedes se harán cargo, tener a nuestras apreciadas compañeras del otro sexo sentadas pupitre con pupitre. El otro día encontré, en una agenda vieja, la ingenua dedicatoria de una de ellas. Eso por un lado; por otro pude descubrir una politización de las aulas muy comprensible en aquella época, pero que todavía hoy me sigue llamando la atención. Teníamos una profesora -no voy a decir su nombre ni la materia que impartía porque a estas alturas no quiero zaherir a nadie- militante activa del PCE con su capillita de acólitos. Le caí bien porque consideraba que escribía bien. Sé que mi prosa no le gusta a cierto merdellón que tiene su oficina en los aledaños -eso me han dicho- de la antes Plaza Militar de Santa Cruz. No sabe el mentecato en cuestión cuánto no lo lamento, pero a la profesora comunistoide le encantaban tanto mis redacciones como a los jurados que, ya entonces, me habían concedido algunos galardones literarios; es especial a uno de ámbito nacional cuyo premio me permitió conocer el país de los gringos.

Decía Oscar Wilde que el mundo no puede darnos tantas satisfacciones como las que nos quita. Acaso por eso aquel idilio duró poco. Justo el tiempo en que tardó en descubrir la filocomunista -entonces no se usaba la palabra progre- que no pensaba como ella. Desde entonces cada vez que un giliprogre o alguien similar me llama fascista o se mofa de cómo escribo, pese a que la primera novela que publiqué -no la segunda ni la tercera, la primera- la situé entre las finalistas del Fernando Lara, me acuerdo de aquellos dos años -sexto y COU- en el Instituto del Puerto de la Cruz, tan pobres académicamente pero tan ricos en emociones fuertes.

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