Muchas personas, jóvenes en su mayoría, se concentraron el 23 de junio por la noche en la Playa Jardín del Puerto de la Cruz a la lumbre de las hogueras de San Juan. Entre los asistentes había dos energúmenos un tanto pasados de alcohol y probablemente de algo más. Bueno, sólo dos cretinos no; sin duda había bastantes, por una mera cuestión estadística, aunque los que centraron mi atención fueron esos dos por su comportamiento violento. Sin motivo alguno, o acaso con una justificación tan baladí como lo es un roce accidental imposible de evitar siempre que se reúne una multitud, la emprendieron a golpes con varios de los que estaban a su alrededor. Cuatro chicos y una chica fueron los principales afectados antes de que ambos bergantes pusieran tierra por medio increpados por la gente.

Hasta aquí, nada fuera de lo común. La misma pelea de casi cualquier fiesta con abundancia de personal. Lo que me llamó la atención es que ninguno de los agredidos quisiese presentar una denuncia en la comisaría de la Policía Nacional. Del Cuerpo Nacional de Policía como se llama ahora oficialmente porque en un país proclive a la abundancia de pollabobas -y los correspondientes pollabobos, dicho sea por cortesía con el feminismo necio que nos rodea- se considera una cuestión de erudición no llamar a las cosas por su nombre escueto sino con el uso de varias palabras innecesarias. En los informes sobre accidentes de tráfico nunca se dice que el percance ocurrió en el kilómetro 14, si ese fuera el caso, sino en el punto kilométrico 14. Seguramente lo de punto y kilométrico le sonaba, ¿cómo lo diríamos?, ¿más intelectual? al mentecato que acuñó la expresión. Pero estábamos con el Cuerpo Nacional de Policía; los maderos, para entendernos.

Antes, cuando a uno alguien le mentaba a la madre le partía la cara directamente al autor del insulto. Y si el agredido era más fuerte o al menos se sentía capaz de hacerlo, respondía con otro golpe conveniente. Situaciones que frecuentemente se convertían en peleas multitudinarias si estaban cerca amigos de los contendientes iniciales. La trifulca no solía pasar de ahí. Incluso no era infrecuente que los contendientes se arreglasen entre ellos sobre la marcha y terminaran tomándose unas cañas juntos. Nada de eso es ahora posible porque, viviendo en un país tan garantista de los derechos individuales como lo es España, las autoridades no permiten que nos defendamos nosotros mismos de quienes nos agreden ya que para eso está el Estado. De ahí que si alguien nos hiere, o meramente nos insulta, lo propio es presentar una denuncia. Lo cual supone, en el mejor de los casos, perder un par de horas en una comisaría y luego una mañana entera entre la ida, la espera y el regreso al juzgado el día que toque el juicio. Razón de más para que los arremetidos en la Playa Jardín el 23 de junio optasen por mirar para otra parte.

Después de aquello vi otra escena en Santa Cruz que también me llamó la atención. En una concurrida calle, y a una hora de tráfico intenso, un señor detuvo su coche en plena vía para que su señora esposa descendiese del vehículo. Podía haberlo orillado junto a la acera porque había hueco suficiente para aparcar entre dos coches, pero le resultaba más cómodo detenerse en el centro de la calzada sin importarle la cola que comenzó a formarse. Tampoco parecían importarle los pitazos de protesta mientras la señora no terminaba de despedirse de él. Al final, hizo un gesto de saludo a los airados conductores, no sé si para pedirles disculpas por su paciencia -más bien su impaciencia- o para chotearse de todos ellos en su cara.

La enumeración de actos igualmente inadecuados para la convivencia ciudadana podría alargarse hasta completar el folio diario que hoy, debido a que estamos en domingo, son dos, pero no hace falta. No voy a escribir que vivimos en una sociedad maleducada porque dos golfos beodos la armen en una fiesta o porque un egoísta obstaculice el tránsito en una calle. De lo uno y lo otro siempre ha habido bastantes ejemplos. Sin embargo, es verdad que en general se ha perdido la compostura. La cortesía se considera un comportamiento anticuado. Ser amables en el sentido de procurar no molestar gratuita e innecesariamente a otras personas está pasado de moda en un país que ha confundido la libertad con el desparpajo y los comportamientos incívicos con la modernidad. Los pequeños detalles abundan por doquier. Desde dos o tres marujas -o marujos- que se paran en plena acera para saludarse y conversar sin importarles entorpecer la marcha de los otros transeúntes, hasta el conductor que gira imprevistamente sin señalizar la maniobra porque, ¿qué más da?

Exigir, más bien exigirnos los unos a los otros, unas elementales normas de conducta para convivir mejor suena a discurso casposo. El desacato a cualquier norma es la bandera más enarbolada por quienes se consideran progresistas o innovadores. Una actitud hasta cierto punto comprensible porque es propio de quienes poseen riqueza y Poder -escrito con mayúsculas- asegurar sus prebendas encorsetando al vecindario con reglas de estricto cumplimiento. En sentido contrario, lo normal es que quienes carecen de tal posición dominante quieran que el sistema salte por los aires.

No sé si merece la pena reiterar que un conjunto mínimo de normas resulta imprescindible. Pienso en el estudiante que vive solo en un piso y puede hacer lo que le dé la gana. Un día la mengua de sus recursos lo obliga a compartir la vivienda con otros. A partir de ese momento ha de establecer normas con sus compañeros; aunque solo sea para que uno no toque la guitarra a las cuatro de la madrugada, cuando los demás están durmiendo, o a las cuatro de la tarde cuando están estudiando. Por todo ello quizá no sería mala idea recuperar en las escuelas una asignatura de antaño que se llamaba urbanidad.

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