"Sólo diez días de reinado y ya estrenan agenda internacional", publicaba ayer, sin renunciar a cierta ironía, un periódico de tirada nacional. Tiempo les ha faltado, en efecto, a Felipe VI y a Letizia Ortiz para visitar al Papa. Resulta cuando menos curioso -es algo más que curioso, pero de momento dejémoslo en curioso- que el primer viaje al extranjero del Jefe del Estado de un país constitucionalmente aconfesional sea para visitar al Sumo Pontífice. Nada tengo contra los actos piadosos de los católicos, fundamentalmente porque también yo lo soy, al menos en teoría; lo de piadoso nunca lo he tenido demasiado claro, pero cierta afinidad con la Iglesia de Roma, pues sí. Aunque siempre en el ámbito privado que es, a mi entender, donde han de desarrollarse las respetabilísimas creencias de cada cual. En caso contrario seríamos uno de esos estados teocráticos de los que resulta preferible no hablar. La misma teocracia que imperó en la hoy moderna Europa hasta hace no más de trescientos años.

Entiendo que la Reina Letizia, puesta a estrenar prerrogativas más contenta que una niña con zapatos nuevos -¡cómo le ha cambiado el carácter a esa señora desde que el Rey Juan Carlos anunció su abdicación!-, tuviese prisa por usar el privilegio de vestir de blanco ante el Papa. Algo, como bien saben los expertos en la materia, reservado a las reinas católicas. Puesto a entender, uno comprende muchas cosas. Por ejemplo, que la Universidad de La Laguna haya decidido su oposición a las prospecciones petrolíferas en democrática votación. ¿Por qué no hacen un poco más de fuerza los alumnos e instauran, igualmente, un proceso democrático para decidir quiénes están aprobados sin necesidad de exámenes ni nada similarmente odioso como lo son los exámenes? Ya puestos, ¿por qué no se determina también por votación el contenido de las asignaturas que se imparten?

Son tantos los disparates con los que nos hemos acostumbrado a convivir, que ya no advertimos cuán absurdas resultan nuestras circunstancias cotidianas. Al final lo que nos invade a todos es un sentimiento de impotencia; un esfuerzo inútil sea cual sea la dirección en la que queramos remar. Y de los esfuerzos inútiles siempre se ha dicho que conducen a la depresión. En definitiva, ¿qué hacían ayer en Roma los Reyes de España, entendiendo que en su inseparable calidad de tales han viajado a la Ciudad Eterna pública o privadamente?

Puestos a preguntar, ¿qué hacen también ahora los ministros de Rajoy encargados de las carteras económicas anunciando una sustancial reducción de impuestos? Decía Churchill que pretender desarrollar a un país subiendo los impuestos equivale a meter los pies en un cubo y tirar del asa para levantarlo del suelo. Este Gobierno incrementó la carga fiscal para reducir el déficit público, pero las cuentas del Estado y de las autonomías no han mejorado. Al contrario, unos y otros cada vez deben más. Lo único que se ha conseguido es arruinar a infinidad de empresas y trabajadores autónomos. Aunque, ¿qué más da unas incongruencias de nada por aquí o por allá mientras el Santo Padre bendiga a nuestros flamantes, jóvenes y muy bien preparados monarcas?

rpeyt@yahoo.es