Cuando escribo estas líneas desconozco el resultado del encuentro entre España y Holanda. Ni en este periódico ni en ninguno nos podemos permitir los articulistas el lujo de enviar un texto de opinión a las tantas de la noche salvo, como se dice habitualmente en el oficio, que se muera el Rey o resucite Franco. E incluso en esas circunstancias, lo dudo. Sin embargo, poco importa el desenlace de este primer encuentro de la Roja para lo que voy a comentar porque el jueves por la noche, zapeando tontamente a la hora de la cena, tuve la fortuna de ver por pura casualidad la jugada en el que un árbitro japonés le regaló un penalti a Brasil cuando la selección nacional de este país empataba su partido contra Croacia.

No entiendo de fútbol acaso porque nunca me ha apetecido entender. No es más inteligente hablar de política que del balompié, vaya eso por delante, pero comentar en la barra de un bareto -que es lo habitual- lo que hacen 22 tíos corriendo detrás de una bola de cuero para darle patadas -aunque los porteros no corren mucho, la verdad sea dicha-, amén de 60.000, 80.000 o incluso más de 100.000 alocados espectadores en las gradas aplaudiéndoles o abucheándolos, según toque, me parece una actividad de retrasados mentales, dicho sea con todos los respetos para los bobos de nacimiento, que también tienen derecho a la vida. Disfruto viendo un encuentro si juega la selección española o algún equipo significativo de este país porque el fútbol, inútil resulta negar la evidencia, posee una influencia social que llega más allá de los estadios. Veo esos partidos, pero no los comento.

Sí me adentro de vez en cuando en esa repercusión social del deporte en general y del fútbol concretamente, pues hoy toca hablar de fútbol. Un campeonato mundial más politizado que nunca porque piensan los brasileños económicamente desfavorecidos que se ha gastado demasiado dinero en organizar este acontecimiento. Lo piensan y tienen razón, amén de que no son los únicos en todo el mundo que comparten sus criterios. Si antes de empezar a rodar el balón los altercados en las calles han sido mayúsculos, me pregunto qué pasaría si al final el equipo nacional no se alzase con el triunfo. Razón de más para que el regalo nipón del jueves tal vez no sea el último.

El deporte como tal ha pasado a un segundo plano. Hoy lo que cuenta es el negocio. Por eso le dieron a Tokío -permítanme que escriba así el nombre de la capital japonesa, como lo hacía el inefable Camilo José Cela- una olimpiada que, con criterios técnicos en la mano -razones también de sensatez presupuestaria-, le hubiese correspondido a Madrid. Por eso también surgen aquí, allá y acullá tantos escándalos de sobornos, algunos de ellos sin necesidad de abandonar el terreno del llamado deporte rey.

Campeonato queda por delante para ver algunas cositas con importancia.

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