No conozco a ningún político que contrate a un asesor porque lo necesita o porque no puede permitirse el lujo de perder a un talento. A los asesores les dan un empleo con sueldo pagado por el erario porque son amigotes de alguien con cargo público, porque se han quedado fuera de las listas electorales y no pueden participar en el festín que le corresponde a su partido si ha ganado las elecciones o porque, incluso yendo en las listas, no les ha tocado ni una humilde concejalía, una consejería insular o un escaño en el Parlamento vernáculo. Entonces, para que el chico no se quede a dos velas durante los cuatro años de legislatura, lo convierten en asesor.

Llegados a este punto, lo mejor que podrían hacer los agraciados es no hacer nada. Su único afán debería ser que les asignen un despacho con ventana a través de la cual puedan divisar un paisaje entretenido. Es lo que hacen las compañías japonesas con los directivos que ya no son útiles pero no los quieren echar porque en el pasado se han portado bien. Incapaces de comprender una idea tan simple -si fueran inteligentes se dedicarían a algo útil-, se empeñan los asesores en justificar su sueldo. A partir de ese momento la hemos fastidiado. Lo demuestran, sin ir más lejos, los expertos y expertas en asuntos de igualdad. El anterior editor de este periódico me enseñó una vez cierta carta remitida por la presidenta del Instituto de la Mujer -o algo así- en la que establecía hasta la forma de titular las noticias para evitar connotaciones machistas. No sólo una estupidez, posiblemente obra de un asesor o asesora, sino también una misiva al borde de la legalidad pues, que se sepa, en este país sigue vigente la libertad de expresión. A quien se pase lo llevan al juzgado y ya está.

Entrando en materia, me gustaría saber -únicamente por curiosidad- quién fue la lumbrera que le recomendó al presidente del Cabildo de Tenerife recomendarle a su vez a los tinerfeños no llamar guiris a los turistas. Nací y me crié en el Puerto de la Cruz rodeado de ingleses, alemanes, holandeses, italianos y suecos, por citar sólo las nacionalidades de los visitantes más numerosos, aunque había más. Jamás oí a ninguno quejarse porque lo llamasen guiri, nunca de forma despectiva sino cordial y hasta cariñosa. Sí oí muchas quejas, en cambio, y las sigo oyendo, sobre la falta de limpieza, el deterioro del paisaje con la autoconstrucción y el bloque visto, el mal estado de las carreteras, los ruidos -a un belillo le gusta más un ruido que a un bobo una tiza-, la mala educación de algunos conductores autóctonos cuando un turista se despista en un cruce, la falta de seguridad en las zonas turísticas, los sablazos en bares y restaurantes y algunos asuntos más que no me caben en el folio. Puestos a agradar a los turistas, o al menos a no desagradarlos, hay muchas cosas por las que empezar que no son ninguna chorrada.

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