En más de un foro he manifestado mis reservas respecto al "savoir faire" de doña Letizia Ortiz Rocasolano, esposa de SAR el Príncipe de Asturias. Los motivos -de sobra debatidos entre seguidores y detractores- vienen dados por el tema del compromiso público adquirido al casarse con el heredero de la Corona, compromiso que lleva inherente obligaciones y prebendas. Una cuestión que es común a cualquier pareja de este país. Sin ir más lejos, la mujer que decide vivir con un granjero sabe que atenderá a las gallinas y ordeñará vacas, a cambio tendrá la leche y los huevos más frescos. La que se casa con un médico tendrá que acostumbrarse a las llamadas de urgencia a media noche, a las guardias y a que en más de una ocasión le pongan la entrada de la casa perdida de la sangre del niño de tercero. La que es juez obligará a los suyos -marido incluido- a acostumbrarse en muchos casos a convivir con escoltas. Por tanto, la que se casa con un príncipe tiene que ayudar a su cónyugue a desempeñar el papel que le ha tocado.

Nuestra Letizia parece que este tema no lo tiene muy claro, así que cuando voy a la peluquería me pongo al día de temas tan banales como sus vestidos, sus salidas con amigos, pero sobre todo de sus caras, sus desplantes a la ciudadanía y sus continuos cambios físicos. La verdad, yo esperaba otra cosa de una mujer inteligente -que se le supone lo es-; que demostrara que se puede ser intelectual y princesa a la vez, no perder un ápice de feminidad y aprovechar su popularidad para apoyar las causas sociales que son de justicia. Llevar su pasado como cualquier hija de vecino -con dignidad-, soportar las tejas rotas de la familia -que las tiene- y demostrar con hechos que está a la altura de las responsabilidades asumidas, pero no, se ha dejado vencer por el síndrome mujer florero, y está guapa, ¡qué duda cabe!, pero yo la prefería dando las noticias en la televisión a verla paseando por las alfombras palaciegas.

La consorte del Príncipe de Asturias no es como las de otros príncipes herederos, las cuales figuran muy por delante de sus maridos en popularidad y aceptación general. Da la imagen de estar insatisfecha con su suerte, de no aceptarse a sí misma con tanto retoque estético, de inseguridad, de falta de sensibilidad cuando hay niños que precisan de una cirugía reparadora para paliar sus complejos y no pueden acceder a un cirujano privado. A veces, incluso -según la prensa-, cumple con su papel de mala gana y adopta una pose hierática muy diferente de sus homólogas europeas, quienes, aunque esto no sea un dato alentador para la causa femenina, nada más llegar a su nueva situación en la vida han hecho suya la máxima francesa -tan irónica como infalible-: "Sois belle et tais toi" (sé bella y estate calladita). Y ahí las tenemos, adoptando los patrones femeninos más clásicos: las causas benéficas, las fotos con niños desfavorecidos, leyendo un cuento a sus hijos o fotografiándose en una cocina inmensa mientras preparan galletas en familia. Por supuesto que todo esto está muy bien, nadie les pide que renuncien a esa cara amable y mucho menos a su instinto maternal, pero desearía que estas futuras reinas de una Europa que hace aguas adoptaran una actitud más valiente y comprometida.

Estamos en una sociedad dominada por la imagen, donde los mensajes subliminales son más importantes que los textuales, donde debemos recordar que aún quedan muchas batallas por ganar y que con esta actitud -consciente o inconsciente- de potenciar los papeles femeninos más ancestrales no están haciéndonos ningún favor. Doña Letizia lleva el mismo camino y aunque a nivel personal me gusta ser mujer, cocinar, tejer, bordar, hacer la colada y ser madre, también quiero profundizar en el conocimiento e intentar cambiar a mejor el mundo que me rodea. Por eso me niego a apoyar a una congénere que, voluntariamente, ha optado por un camino de rosas queriendo que estas florezcan a su antojo y sin espinas.