Si prevaricar es faltar a sus deberes un empleado o un organismo público, actuando injustamente, a sabiendas o por ignorancia inexcusable para favorecer a alguien, resulta lógico preguntarnos, si el hecho de que no pueda justificarse la última condición, la de beneficiar a alguno, priva de sentido al calificativo.

Nuestros diputados y senadores, esos individuos que cada día son peor considerados por los ciudadanos de este país. Esa clase política que con mayor unanimidad merece, sin paliativos, la desconfianza, e incluso el repudio, de una gran parte de aquellos que les votaron, y cuyo comportamiento precisa un estudio esmerado y pormenorizado por parte de los mejores psicólogos, sin descartar la de algún prestigioso psiquiatra. La obstinación partidaria que les domina, en un afán enfermizo de protagonizar sus leyes y sus reformas, abusando de sus mayorías, y sin tener en cuenta que el paciente, el pueblo, espera que abandonen tanta refriega estúpida, y sean capaces de parir aquello que la buena marcha de un país decente necesita.

Después del desastre judicial que supuso la aplicación de la doctrina Parot, teniendo que poner en la calle a asesinos confesos, condenados ilógicamente a miles de años, y sin el menor sonrojo después de tener que excarcelar a una colección de delincuentes por las cacicadas del señor Gallardón, siguen sin avergonzarse de que continuemos con una Ley Procesal Penal, una Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882, ribeteada de un considerable numero de parches y enmiendas para hacerla más manejable.

Estarán ustedes de acuerdo conmigo en que estas leyes tan discutibles, resultan de una aplicación meteórica cuando se trata de encausar a determinados jueces, que osan convertirse en esa piedrecita en el zapato de los poderosos, y que no importa eliminar incluso tirando el mismo zapato. Y sin ser mi intención defender a esos jueces, por sus colegas calificados de prevaricadores, estos son fulminantemente encausados y condenados -no aceptando lo del cesto y la manzana podrida- mientras los investigados siguen muchos de eternos presuntos, frescos y lozanos como si con ellos no fuese la cosa.

Cuando aplican un modelo inquisitorial post medieval, no pueden pretender estos togados señores que adornan su balandrán azabache con artísticas puñetas, que ignoremos que aunque las leyes de que disponen sean perfectibles, su ejecutoria también precisa no solo de un retoque, sino de un análisis mucho más concienzudo. José Luis Martín Meyerhans