Esta empresa fue creada por don Andrés Álvarez Reverón, aunque creo que en sus inicios también participó su hermano Alfredo, entonces detallista de alimentación y cofundador de la Cooperativa Comalte. Corría el año 1957 y se dedicaban a la venta de golosinas, tabaco, perfumería, papelería, bebidas, limpieza, juguetería, paquetería y mucho más, y su clientela estaba formada prácticamente por los dueños de "carritos", lo que ahora denominan quioscos. Les conocí estando instalados en la calle Pérez de Rozas, en un local que había sido una fábrica de tabacos. El recinto era un compendio de intrincados habitáculos llenos hasta los topes de mercancía. Su negocio consistía en tener mercancía que pagaban al contado a buen precio, y venderla a importes muy competitivos. Desde hace muchos años, a pesar de la competencia de las multinacionales, siguen tan campantes en el polígono Buenos Aires.

Don Andrés era un hombre muy dinámico, trabajador, honrado a carta cabal, además de una gran persona, y del que guardo recuerdos imborrables, sobre todo del día que nos conocimos. Estábamos recorriendo varias poblaciones del sur, cuando de camino al Valle de San Lorenzo, en una gran altura con una prolongada ladera, un camión cisterna vertió aceite en la carretera, y nuestro coche patinó haciéndonos girar fuerte el volante y estamparnos contra un talud. Salimos del coche algo mal parados, con heridas en la cabeza y brazos, y llenos de sangre. Nos estábamos limpiando las lesiones en una atarjea, cuando apareció don Andrés a socorrernos y llevarnos al dispensario de la Cruz Roja en el Valle, para curarnos un par de brechas demasiado aparatosas que necesitaron pocos puntos. Para quitarnos el susto de encima nos invitó a tomarnos algo en un bar, comprometiéndose a devolvernos a Santa Cruz, pero no fue necesario porque afortunadamente el coche solo alcanzó abolladuras en la chapa, así que decidimos continuar nuestra marcha, mientras él siguió su camino a una finca que tenía por aquellos lugares. Nunca olvidaré su trato cariñoso y desprendido.

Ya de mayor, fue retirándose del negocio por edad y enfermedad, ya que se estaba quedando ciego, pero me lo encontraba habitualmente por la Rambla, cuando un acompañante lo sacaba a dar un paseo. Mi trato comercial pasó entonces a sus hijos Luis, Eladio, Andrés y una chica de la que no recuerdo su nombre pero que era la que manejaba las perras. Hice buenos negocios con ellos, especialmente con un producto líder en el mercado, del que me compraban grandes cantidades, pero como no tenían espacio suficiente en su local, el producto se quedaba en mi almacén para servírselo conforme a sus necesidades. Eso sí, nada más hecho el pedido emitían el cheque y pagaban la compra, aunque antes hubiéramos estado matando el tiempo hablando de la actualidad, porque era imposible evitar las dos o tres horas de espera para ser atendidos. Los hermanos salieron a su padre, muy trabajadores. Eladio ponía los precios a los pedidos, los multiplicaba y sumaba de cabeza. El almacén estaba siempre lleno de clientes por lo que movía mucho dinero de entonces. Cuando se trasladaron crearon un espacio mejor organizado, y allí continúan con su mismo sistema, apretando en las compras y vendiendo a precios competitivos que les ha permitido sobrevivir a centros comerciales y grandes distribuidores, y seguir siendo los reyes de las golosinas y chucherías de la Isla.

Con los años, Luis se separó de la empresa para embarcarse, según me han dicho porque hace tiempo que no le veo, en negocios de la construcción en Cabo Verde, una tierra que parece que tiene muchas posibilidades de explotación, semejante a la nuestra en décadas pasadas.

Alguna vez, desayunado en el Canaima, me he encontrado con Andrés, un muchacho simpático y trabajador que lleva el almacén. Es el único sitio en el que coincido con sus empleados un par de veces al año, lo justo para darse un buen capricho en forma de desayuno de capitán general con mando en plaza, que consiste en zumo de papaya-naranja, y bocata ideado por el menda de pan de leña con aceite oliva, tortilla francesa, y unas lonchas de mortadela y queso amarillo.

Mi abrazo fuerte para una familia emprendedora y luchadora de la que guardo entrañables anécdotas.

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