Cuando mi mundo era una muñeca de trapo de ojos color canela, poco o nada sabía de aquellos hombres que pasaban por las veredas con un saco a la espalda, botas pesadas y esos uniformes que olían de manera particular. En mi universo de manos regordetas apenas cabían las ganas de jugar y las ansias por saber, de ahí que me gustara quedarme al lado de mi abuela para oírle relatar las cosas del día. Se sentaba con mi madre a desgranar arvejas a la luz de una vela. Era una conversación suave en la que a veces -y nunca supe por dónde- se colaba el viento, agitando el pabilo que se inclinaba a ratos a la izquierda y otros a la derecha, moviendo las sombras. Se hablaba de las cosas de familia y en muy pocas ocasiones de política. Tanto mi madre como mi abuela vivieron la Guerra Civil española, una en su apogeo y la otra en sus postrimerías. Ambas tenían el miedo en el cuerpo, por eso supe de los jóvenes del pueblo que marchaban por su quinta, iban "voluntarios" o salían como "mantenedores" en esa cita obligada con el servicio militar. La abuela lo contaba como si fuera una gesta, una heroicidad, pensando que pasarían mil miserias y que tal vez no volverían. No me gustaba ver a los soldados en su primer permiso, con la mirada torva, el cuello rojo del sol y aquellos uniformes heredados, inmensos. Sentía una opresión en la boca del estómago, por lo que prohibí a mi primo Roberto que jugara a la guerra conmigo.

Años más tarde reparé en el hecho de que, cuando había más de dos hombres juntos, siempre se hablaba de sus andanzas en el servicio militar. Mi padre estuvo en topógrafos, en la isla de El Hierro, y de los muchos relatos que nos ha contado, destaco los cuatro valores enraizados en las Fuerzas Armadas: la lealtad, el honor, la gloria y la disciplina, cuatro virtudes intrínsecas de la milicia que distinguen a los garantes de la unidad nacional. En esta época leía a algunos vecinos las cartas que les mandaban sus hijos, donde siempre les trataban de Vd. y de "padre y madre", misivas escritas en papel de rayas que terminaban con el consabido "y este que lo es...". Eran cartas esperadas, algunas con sellos vistosos y las más con la cara de Franco; cartas escritas para ser leídas en voz alta; cartas que hablaban de paisajes desconocidos, del frío de los barracones, de las maniobras, de orden, de normas, de escalafones militares, de anécdotas y de añoranza. Unas llevaban un billete de cien pesetas camuflado o una foto de la novia, algunas anunciaban días de permiso o traían un trozo del galón de cabo primero recién ascendido, pero las más anunciaban un paquete que se envolvía en tela y se cocía con hilo grueso para que el gofio, las cuchillas de afeitar, el chorizo, el jabón y algún enlatado llegaran en perfecto estado a la compañía del destinatario. Ahí nació mi vocación castrense.

Siempre me ha gustado su ceremonial y más de una vez deseé ser hombre para poder ir al cuartel. Admiro los uniformes impecables, el calzado limpio, los rostros afeitados, el cabello corto, la elegancia del saludo, el respeto a los mandos, la honra a la bandera, la lealtad a España, el ceremonial, el sentido de la familia, la entrega a la defensa de sus iguales, la marcialidad en los desfiles, el altruismo, la vocación... pero una cosa es el oficio y otra "las cosas del querer". Así que, porque no pudo ser y porque valoro su trabajo cotidiano, siempre que puedo escribo algunas líneas hablando del honor, la lealtad, la disciplina, el sentido del deber... valores que -aunque se hayan profesionalizado los ejércitos- siguen defendiendo de manera ejemplar las necesarias Fuerzas Armadas; conceptos que en su mayoría se han relajado en la sociedad que compartimos y que permanecen a modo de legado, no ya de reemplazo en reemplazo como antaño, si no de promoción en promoción.

¿Quién sabe?, tal vez en otra vida...