1.- Me contaba un amigo el otro día que un conocido miembro de la nobleza tinerfeña -por denominarla de alguna manera- se empeñó, como se empeñan casi todos los depresivos, en que estaba arruinado. Y empezó a recortar los gastos de su casa con tal entusiasmo que el ahorro llegó hasta eliminar el papel higiénico. Y en vez de cortar en cuadritos el papel de periódico, como hace el mago, y colgarlo del pincho, el noble orotavense, que probablemente también había eliminado de sus gastos la prensa, colocó en el baño una caja de confeti que le había sobrado de una batalla de flores en unas fiestas patronales. Imaginen ustedes, limpiarse el culo con confeti y dejar el esfínter hecho una fiesta, lleno de redondelitos de colores, además de ciertos escatológicos malabarismos que sería comprometido pormenorizar. Así solventó el hombre la falta de papel higiénico, aunque los que visitaban su casa procuraban entrar en ella libres ya de las aguas mayores, porque lo del confeti se corrió por toda La Orotava.

El personaje logró con su extravagancia ciertas coñas, que se extendieron como la espuma por el término municipal. Hubo personajes muy curiosos en la isla -todavía quedan-, como aquel don Ludgardo Cañada, que a las dos en punto abandonaba el Ateneo de La Laguna, dando un bastonazo en el suelo y gritando, a pleno pulmón: "Me voy pal carajo". Mi padre me hablaba mucho de un señor, que yo conocí, don Pancho de Asís, que era mancebo de la Farmacia Estrada, en el Puerto de la Cruz. Este señor iba cada día desde la farmacia al Casino de los Caballeros echándose sonoros pedos y tres o cuatro chiquillos lo acompañaban, contando las flatulencias. Al llegar al casino, el jefe de aquella tropa le decía: "¡Veintisiete, don Pancho!". Y entonces el mancebo sacaba unas monedas y las repartía entre su séquito.

3.- Ustedes dirán que yo soy un estuche de vivencias; y lo soy. Había un librero en la misma ciudad al que le gustaba bañar a su mujer, como Dios la trajo al mundo, en el patio de su casa, valiéndose de una manguera. Ella parecía no hacerle ascos al chubasco, pero los que estaban encantados eran los vecinos, que se agolpaban en las ventanas para ver a la mujer correteando por el patio, en pelota picada, y al marido detrás de ella, dándole el manguerazo. La verdad es que debía ser un espectáculo.

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