Ahora que han pasado las fechas navideñas, con su sobredosis de calorías, gasto y buenas intenciones y que muchos recuperamos la esperanza en un año mejor, me voy a permitir escribir unas líneas que tal vez generen algo de controversia porque afortunadamente todos no pensamos igual. Tienen que ver con los niños y con esa atención completamente desmedida que ciertos sectores sociales le prestan, so pena de evitar traumas y otras zarandajas. Se sabe, por ejemplo, que en estas fiestas, austeras por necesidad perentoria, las familias españolas han recortado gastos en todo salvo en lo relacionado con los niños: regalos, espectáculos, meriendas... Y una se pregunta si es bueno el preservar a los más pequeños de las tribulaciones que aquejan a los adultos e intentar hasta compensarlos por ellas, impidiendo que perciban una realidad que tarde o temprano les va a afectar.

¿De dónde viene esta tendencia a colocar a los menores en el centro del Universo? ¿En qué momento cambiaron las tornas para que una gran mayoría confunda la palabra amor y educar en responsabilidad con satisfacer todos los caprichos? Y, en último término, ¿es beneficioso para el niño recibir tanta y tan desmedida atención? ¿Acaso no les hace esto ser pequeños dictadores y grandes consumistas en ciernes? Hasta donde sé, no es bueno hacerles creer que todo va bien y que sus vidas son una perpetua infancia en Disneylandia, sobre todo cuando la realidad imperante es gris, cuando al ir creciendo tras una infancia sobreprotegida puedan sufrir el descalabro económico de su familia. Se corre así el riesgo de que los hijos no quieran crecer, evitando el llegar a ser expulsados de su particular paraíso, dándoles miedo el mundo de los mayores.

Educar es una tarea tan compleja que se peca tanto por falta de atención como por exceso y, a veces, es casi mejor pecar de lo primero. Porque ayudar a crecer no es solo allanar los caminos al niño, es enseñarle a conquistar su propio espacio. Por ello, si se le acostumbra a ser el ombligo del mundo se le está haciendo un flaco favor. Al niño no se le puede convertir en el centro de las conversaciones de los mayores, escuchándole como si fuera Demóstenes - tal y como se hace ahora-, porque, inevitablemente, tarde o temprano descubrirá no solo que no lo es sino que, además, desconoce los mecanismos más elementales para combatir esa frustración y lanzarse al mundo de la competitividad y de esa realidad grisácea.

Sigmund Freud -que fue un adelantado en estas cosas- hace cerca de cien años afirmó: "Solo cuando un niño descubre que imaginar la realización de sus deseos no basta para asegurar su satisfacción real empezará a cultivar los dones que le permitan comprender y por tanto controlar el mundo que le rodea".

Así que esta niñitis aguda que vive la sociedad no solo me parece tonta sino que está resultando muy dañina. A la vista está, hemos tratado de impedir que los críos que empezaban a caminar se cayeran y se dieran un coscorrón, dando lugar a una generación de seres débiles mentalmente que frecuentan las consultas de los especialistas, convertidos en personajes torvos y raros, que arrastran traumas por la separación de sus padres, por la muerte del abuelito, porque la rana no era un príncipe y porque la cuenta corriente del papá, ahora en paro, no da para más caprichos. Y es que no aprendemos.