Son más de seis mil metros cuadrados de extensión en pleno corazón de la ciudad alta, muy cerca del antaño cruce de los Cuatro Caminos o, posteriormente, plaza de La Paz (ahora sin plaza ni paz) de Santa Cruz de Tenerife, teatro de andanzas juveniles del que esto escribe. Sobre dicha parcela, aún ocupada por las ruinas de lo que fue la plaza de toros más importante del archipiélago (1892), planean muchos intereses mercantiles que abogan por su destrucción y reconversión parcial del ruedo en una plaza pública, mientras que en el resto del solar se pretende edificar dos enormes inmuebles. Luego está el Cabildo, que ha decidido este año incluirla en el calificativo de BIC del barrio de Los Hoteles, más el depósito anexo de agua potable, obra de Antonio Pintor, como límite extremo occidental del mismo.

Pero no acaban, ni aún acabarán, las vicisitudes del dudoso futuro del inmueble, invalidado desde hace años por la prohibición expresa de la celebración de corridas de toros en Canarias (recordemos la filípica de Miguel Cabrera Pérez-Camacho). Tampoco es probable que podamos ver ningún otro espectáculo multitudinario, como lo fueron las luchadas, las veladas de boxeo, conciertos, mítines, espectáculos del ballet cubano y las galas del Carnaval en la época de José Tamayo, cuando el teatro Guimerá se quedó pequeño para el desarrollo de este acto.

En sus gradas he visto desde la anual demostración sindical de la Dictadura, hasta luchadas que dejaron huella en la afición, precedidas de aquel rito de extender una gran lona circular en el centro del ruedo para comenzar las agarradas. También fui testigo del intercambio de silbos gomeros, que de extremo a extremo de las gradas se comunicaban en medio de un público expectante. Del boxeo, recuerdo noches épicas entre Olivares/Mena, que le valió a éste el título de campeón español del peso medio; también presencié pugnas de Juan Albornoz "Sombrita" contra rivales como Tito Gómez, Barrera Corpas, y su noqueador, Valerio Núñez. Tampoco olvido el intento fallido de nuestro púgil (con su gran juego de piernas y su mandíbula de cristal) de tratar de arrebatar el cetro nacional a Exuperancio "Fred Galiana", o al propio Miguel Velázsquez y su brillante trayectoria pugilística.

De las veladas taurinas puedo recordar la tarde de Manuel Benítez y su desigual "salto de la rana", ganándose a un público previamente influenciado por la propaganda; o la mejor novillada que presencié, protagonizada por Victoriano "Roger" Valencia y otros que no recuerdo, o tantos afamados matadores nacionales.

Algunas de estas corridas las contemplé desde la meseta situada sobre la puerta del toril, lugar destinado al cuerpo sanitario en que mi padre prestaba sus servicios. Otras lo fueron desde la grada, junto a mi abuelo materno, que llegó a vestirse de luces para torear vaquillas. Luego vino Pérez Camacho, como dije, y mandó a parar. Pero esa es otra historia.

En cuanto a su etapa como cine de verano, ya he escrito de manera amplia más de una anécdota, que van desde el célebre grito popular de "¡Claudio!", hermano del empresario José Alberto, padre de nuestro exrector y reputado ginecólogo del mismo nombre, hasta el secuestro (que no he contado) en un local anexo de un vigilante nocturno que apareció a la mañana siguiente atado a un poste de los muchos materiales que guardaba el ocasional arrendatario, Olózaga, delegado entonces de Telefónica. Enseres apetitosos para los ladrones, como bovinas de cobre, que no se resistieron ante la disuasión del fallido vigilante, encontrado maniatado por el dueño del local, Carlos Ojeda.

Cualquiera de los lectores contemporáneos, como yo, podría enumerar un sinfín de anécdotas, pero la evidencia de ruina inminente, rayando ya en peligrosidad, ha impulsado a Urbanismo a obligar a los dueños a vaciarla de escombros y recipientes contaminantes, y vallarla para mayor seguridad. Esto es lo que hay, pese al futuro incierto y al BIC del Cabildo Insular que he mencionado.