Puede que se me haya agriado el carácter con el paso del tiempo, o tal vez siempre fui así de áspera y no lo había percibido en su justa dimensión. Puede, digo, pero es que me he vuelto intolerante con la ascendente falta de respeto en las relaciones humanas, algo que me parece inaudito en una sociedad formada en las más diversas disciplinas. Cierto es que hay parados, jóvenes insatisfechos con el trabajo que desempeñan, personas a las que la vida les está resultando más que cuesta arriba, pero no pueden parapetarse en estos argumentos para comportarse como trogloditas.

La otra tarde, sin ir más lejos, voy a un gran supermercado porque me pillaba de paso a hacer la compra -ya saben que estoy a favor del pequeño comercio y del trato personalizado-, y precisamente por no frecuentar el establecimiento no encontré alguno de los productos que buscaba, entre ellos, los polvos de levantar de toda la vida, o lo que es lo mismo, levadura para hacer un bizcocho. El caso es que me dirijo a un joven uniformado -que de edad podría ser mi hijo- y le pregunto por los citados polvos de levantar, lo que le originó al mozuelo casi un ataque de risa, mientras me preguntaba con sorna que qué era eso. Le respondí que unos polvos o levadura que se le pone a una masa para que se esponje. Siguieron las risas al tiempo que caminaba hasta la estantería donde se encontraba el producto solicitado, en cajas de cuatro sobres. No contento con la burla, me mira de manera descarada y me dice: "Mira, son estos y dependiendo de para qué los quieras puedes llevarte uno u dos".

Le di las gracias por educada, pero más me hubiera gustado llamarlo imbécil o niñato, y todo cuanto se les pueda ocurrir a los lectores de este periódico. Seguí con mi tarea de llenar el carro mascullando para mis adentros, me sentía maltratada por un joven de poca edad que no sabía distinguir entre una clienta y una de sus amigas de marcha. La insinuación mordaz sobre la cantidad de producto a usar tenía, desde luego, una doble lectura, y eso es una falta de elegancia con una señora a la que no conoce absolutamente de nada y con la que no se puede permitir el doble juego de palabras.

Lo del tuteo es tema aparte, aquí ya todos somos iguales en edad, formación, preeminencia... los dependientes gustan de ir de enrollados y colegas, de "cariño" y "amor", de "¿qué quieres?" y otras hierbas. Ya no existe la consideración por la edad, el sexo o la apariencia, no señor. Aquí mismo nos liamos unos porros y nos los fumamos juntos, nos vamos de botellón y nos bañamos desnudos en el mar, total, todos somos iguales... ¡¡Y un cuerno!!

Pensé por un momento en desandar mis pasos y pedirle que se disculpara, pero al mismo tiempo -ante tal falta de clase- lo consideré inadecuado, ya que no iba a entender de qué le estaba hablando. Los dependientes, reponedores -o como quieran llamarlos- de un supermercado o de cualquier establecimiento deben saber cuál es su rol dentro del mismo, anteponiendo las ganas de fiesta al trato exquisito con la clientela, pero la culpa no es del todo de estos muchachos que están hasta la nariz de cargar y descargar, colocar y volver a colocar. La culpa es de los mandos intermedios que están con los cargos como un niño con lápiz nuevo, que son incapaces de aleccionarles debidamente, de trasmitirles unas pautas de respeto que nunca vienen mal, pero sobre todo de recordarles que nacieron de una mujer, de una madre a la que seguro no les gustaría trataran con semejantes descerebrados. ¡¡A todos estos no les vendría nada mal una capa de pintura, con permiso de Serrat, un curso de buenas maneras y atención al cliente!!