Recomienda Baltasar Gracián en "El arte de la prudencia" no comenzar los proyectos con demasiada expectación. "Es un chasco frecuente ver que todo lo que recibe muchos elogios antes de que ocurra no llegará después a la altura esperada. Lo real nunca puede alcanzar a lo imaginado porque imaginarse las preferencias es fácil, pero es muy difícil conseguirlas".

Los políticos españoles, y también los españoles que no son políticos, no han tenido razón alguna para leer el mencionado ensayo, publicado por primera vez en 1647. Acaso por eso les importa poco ilusionar a la ciudadanía con quimeras. No me refiero al reciente varapalo olímpico, sino a la Diada del pasado miércoles. Sin decir la verdad directamente -el engaño sistemático aconseja introducir los embustes por los flancos-, muchos dirigentes nacionalistas llevan bastante tiempo haciéndoles creer a sus administrados que todos sus problemas -desempleo, corrupción, escaso peso internacional, una sanidad mejorable, una educación que los deja a la cola de los países de la OCDE, etcétera- proceden de su vinculación con un país vetusto. otos los lazos que aún quedan con Madrid, tanto Cataluña como cualquier otra comunidad autónoma con aspiraciones independentistas se convertirá de la noche a la mañana en algo parecido a Suiza, Dinamarca, Suecia u Holanda, por citar solo algunas de las naciones que presumen de albergar a los habitantes más felices del Viejo Continente.

Si alguien piensa así no hace falta que siga leyendo este artículo. A quienes continúan sin pasar la página les recordaré que la historia está cargada de precedentes. Uno de ellos lo tenemos en España sin necesidad de ir más lejos. Durante los primeros años de la democracia llamaba la atención que la adicción a las drogas creciese mucho más en el País Vasco que en las demás regiones. Hasta los pistoleros de ETA tomaron cartas en el asunto con amenazas explícitas a los traficantes. Pero claro, no se cura un catarro con pastillas para la tos. Con pastillas solo se enmascaran los síntomas. Algunas investigaciones sociológicas -trabajos que el Gobierno vasco siempre ha procurado mantener circunscritos al ámbito académico- determinaron que los jóvenes y los no tan jóvenes de Euskadi recurrían al escapismo fácil de las drogas en un porcentaje que superaba la media española y europea debido a un creciente desencanto social. "Durante años nos convencieron de que en cuanto acabase la dictadura franquista viviríamos mejor", me contó un catedrático de Psicología mientras hablábamos de este tema, allá por 1986, sentados en un prado cerca de Donostia. "Después se murió Franco y vino la democracia, pero la gente tuvo que seguir madrugando para ir a trabajar. Las expectativas son necesarias porque nos ayudan a conseguir cosas, pero deben ajustarse a la realidad". Gracián y su prudencia. Sobra añadir que a día de hoy, con el advenimiento de una nueva generación y de unas circunstancias socioeconómicas radicalmente distintas en el sentido de que son mejores, el problema de drogadicción en las Vascongadas no es superior al que existe en el resto de España; más bien al contrario.

Me recriminan varios lectores lo que escribí el viernes sobre el independentismo catalán. Considera uno de ellos que la frase "Invitarlos a que se vayan ya, sin referéndum ni nada, no es la mejor forma de que nos dejen tranquilos; es la única forma de quitárnoslos de encima de una vez" es propia de un anticatalanista resentido. Nada de eso. Lo que planteo es una cuestión de mero sentido común. Si en una pareja, y por extensión en una familia, uno de sus miembros quiere romper y marcharse, la solución no es amarrarlo a la pata de la cama; lo mejor, tanto para el que se va como para el que se queda, es el borrón y cuenta nueva por muy dolorosa que sea la ruptura. Eso sí, diciéndole la verdad al que desea poner tierra por medio.

Una verdad que en el caso de la independencia catalana supondría perder entre el 25 y el 40 por ciento del PIB regional -de una cuarta parte a casi la mitad del sueldo, por si a alguien el brillo de las "esteladas" le impide ver el horizonte-, amén de la salida de la UE con lo que eso supone de barreras arancelarias no ya con España, sino con Francia. Una situación "muy halagüeña" a la que deberían añadir los catalanes la desaparición casi total de un mercado español en el que venden el 90 por ciento de lo que producen. Y eso no es todo.

A lo peor creen las clases medias catalanas, al igual que aquellos que no han llegado a esa categoría social o que la han perdido por la hecatombe actual, que, lograda la independencia además de salir de la crisis se sentarán en el "Liceu" junto a la flor y nata de la burguesía de la butifarra. Esa aristocracia local, más despótica que la castellana aunque no tanto como la vasca o la andaluza, que desde siempre se ha enriquecido con el trabajo de los "charnegos" -revolotean por la casa como moscardones, dicen de ellos; lo he oído personalmente- y las "excepciones" arrancadas a Madrid con la perpetua amenaza del portazo. Si alguien está pensando en ese "hermanamiento" de clases le recomiendo -porque los desengaños cuanto antes, mejor- que se informe de lo que ocurrió en América tras las descolonización española. ¿Vivió mejor o peor la población autóctona con la nueva aristocracia criolla? ¿Cuántos esclavos negros siguió teniendo en su casa el propio Simón Bolívar? ¿Fueron catorce o ando muy errado en el guarismo? Cuidado.

Cuidado porque los chascos -no solo los olímpicos- suelen ser tan demoledores como irreversibles. Además, ¿a cambio de qué? ¿A cambio de que el Estado español deje de invertir en cada ciudadano catalán un 20% más que en un valenciano, un 7% más que en un madrileño e infinitamente más que en un canario? ¿A cambio de tener más autogobierno que cualquier Lander alemán o incluso que cualquier estado norteamericano? Hay viajes para los que sobran las alforjas.