Desde que, en noviembre de 1999, bajo el mandato del presidente Bill Clinton, EEUU derogara -hay quien asegura que para propiciar la creación del gigante Citigroup- la benéfica Ley Glass-Steagall, que imponía desde el 16 de junio de 1933 una sensata y necesaria separación entre la banca comercial y la banca de inversión, la secuencia de escándalos financieros no ha hecho sino alcanzar un grado de tal de recurrencia que cada nuevo caso parece menos noticia, por pura y dura saturación de la audiencia.

Como muchos de los grandes desastres legislativos producidos en el sector financiero desde que se decretara "el fin de la historia", la pésima y nueva regulación -desregulación- vino de la mano de una pretendida modernización. Deshecha, sin embargo, la oportuna barrera legal que separaba por elemental prudencia las manadas de lobos y otros predadores de los indefensos establos y almacenes, todo lo que ha venido después no ha sido sino una progresiva escalada de fechorías y desmanes cuyo impacto, no por repetido, deja de ser cada vez más alarmante y gravoso para el bien común.

¿Alguien puede sostener a estas alturas que resulte exagerado señalar un vínculo entre la extraordinaria escalada de endeudamiento público en casi todos los grandes países de la OCDE con el descontrol de las actividades financieras ?

Veamos. La viciada situación que ha quedado tras la abolición de la ley Glass-Steagall se describe fácilmente: los gigantes de la banca de inversión manejan cientos de miles de millones de recursos de clientes y, a la vez, realizan enormes apuestas por cuenta propia en operaciones a plazo y fuertemente apalancadas con elevada expectativa de ganancia, de cuya efectiva rentabilidad dependen las multimillonarias retribuciones de sus directivos. Los subyacentes de las apuestas apalancadas, a plazo y de riesgo, no son sólo activos financieros como acciones, bonos, divisas o deuda soberana, sino que abarcan materias primas: cobre, oro, plata o platino, alimentos como el trigo o la soja y distintos instrumentos estadísticos complejos como índices de precios, índices hipotecarios, tipos de interés, incluso índices de índices, etc, etc.

Cuando un banco de inversión con cientos de miles de millones en recursos de clientes y fuertes posiciones por cuenta propia invertidas en estas operaciones de alto rendimiento se encuentra con que alguna de sus apuestas no coincide con la evolución real de los precios de mercado, surgen poderosas tentaciones para intentar actuar en contra del mercado. Para intentar manipular en definitiva el precio del activo subyacente y hacerlo converger con la apuesta realizada. Nada nuevo bajo el bajo el sol.

Así, los recientes casos de manipulación del índice Libor, en los que podrían haber participado el cártel mundial de bancos de inversión al completo, o las acusaciones contra Barclays Bank de manipular los índices de precios eléctricos en EEUU, o contra Goldman Sachs, de forzar el alza de los precios del aluminio mediante el retraso programado en la entrega del bien a los grandes almacenadores son sólo la punta del iceberg de una situación cuya extrema gravedad no puede quedar difuminada en medio de su bochornosa habitualidad. Si la estrategia de manipulación tiene éxito, el operador tramposo se embolsa la ganancia, y si otro tramposo más fuerte logra doblegarlo, entonces la factura se distribuye a los inversores -caso Lehman Brothers-, o se les traslada a los contribuyentes -al Estado en forma de deuda pública, que es lo mismo-, como viene sucediendo desde entonces de forma invariable y aparentemente inapelable. En cualquier caso, los miembros del cártel, incluso cuando dirimen enfrentamientos "internos", quedan indemnes bien porque obtienen sus ganancias bien porque redistribuyen al exterior -inversores o Estados- sus pérdidas.

Es significativo que en los dos últimos casos citados, las autoridades denunciantes de las malas prácticas fueran la Comisión Federal de Regulación de la Energía y la Comisión de Comercio de Futuros sobre Materias Primas, respectivamente. Incluso en el caso de la manipulación del Libor, organismos no estrictamente financieros como la Comisión Europea están teniendo un papel mucho más activo, aparentemente, que los demasiado aquietados supervisores financieros. Además, suele ser habitual que tras las denuncias los organismos denunciantes y los bancos de inversión denunciados cierren el caso sin que se acrediten las conductas irregulares, mediante el simple pago de multas e indemnizaciones cuya cuantía ofrece una idea de la extraordinaria rentabilidad que los dueños del gran casino financiero obtienen de sus conductas irregulares.

UBS, que se presenta como el mayor banco de gestión de patrimonios del mundo, acaba de cerrar en poco más de un mes sucesivos acuerdos en EEUU con la SEC y la Agencia Federal de Financiación a la Vivienda, por importe de 50 y 885 millones de dólares. El último, relativo a la venta de hipotecas de baja calidad crediticia o "subprime" a las agencias hipotecarias federales conocidas como Fredie Mac y Fannie Mae.

En este contexto, las peripecias sufridas en los EEUU por la famosa Regla Volcker, dentro de la cacareada reforma general financiera emprendida por el presidente Obama, no pasan de ser anecdóticas, puesto que mientras se siga manteniendo la confraternidad de actividades peligrosas y potencialmente tóxicas, como lo son todas las relacionadas con las apuestas a plazo y apalancadas, con la actividad de banca comercial y en general el conflicto entre la inversión de riesgo por cuenta propia con la gestión de intereses de clientes, difícilmente puede ponerse coto a los abusos, que tras tantos años de permisividad se puede afirmar que han pasado a formar parte de los extraviados "principios" de la banca de inversión. En este sentido, la Regla Volcker, y sobre todo su desnaturalización con las innumerables excepciones y exenciones, no puede ser más que una operación de maquillaje, pero que para nada se adentra en la raíz del problema.

Cuestión aparte pero igualmente destacada en todo caso, es el hecho de que en el mercado de apuestas financieras, tan sensible a pequeñas fluctuaciones en los precios, participen sin límite operadores de una dimensión tal que sus recursos les permiten plantearse la ejecución de acciones para influir sobre el precio del subyacente sobre el que han tomado posiciones.

Está claro que cualquier mercado de apuestas donde un gigante como Goldman Sachs u otro de los del cártel internacional financiero esté jugando sus fichas, corre el riesgo de ser sometido a la correlación de fuerzas entre los tramposos y no a la confluencia de la oferta y la demanda. Circunstancia que, al producirse, hace irrisoria cualquier llamada a favor de una transparencia que el vicio de origen hace impracticable. Por tanto, nos parece muy saludable que organismos de supervisión que no están contaminados por una contraproducente y aberrante cercanía con sus influyentes supervisados, como ya está sucediendo últimamente, hayan empezado a poner freno a lo que anda desbocado.

Un proceso que, como ya hemos dicho, se antoja extremadamente difícil, pero que, ante el inmenso poder acumulado por los bancos de inversión en tantos años de laxitud, resulta también cada vez más apremiante.

*Abogado. Presidente de Ausbanc