Son suficientes un par de días en Grecia para comprender lo que ha estado ocurriendo en este país durante los últimos diez años. Basta ver las terrazas de cafés y restaurantes llenas a todas horas del día. Una ociosidad que no casa con el nivel de vida que se advierte en las calles. No hablo de Atenas sino de alónica o Tesalónica; la segunda ciudad más importante del país después de la capital, con una población en su área metropolitana que supera ampliamente el millón de habitantes.

Pasan las horas y advierto en la gente un trato, en el mejor de los casos, frío y distante. Empezando por el personal del hotel y continuando por el que me sirve un tentempié a media mañana en el bareto de la esquina, que no es precisamente un guachinche sino una cafetería bien puesta. Un trato, todo lo contrario, que no me han dado otros países ya dejados atrás en este viaje. Por ejemplo erbia o Bulgaria. Allí, en contra de lo que esperaba, aquellos con quienes me relacionaba se desvivían por atenderme; a veces incluso con una amabilidad superabundante, y absolutamente desinteresada, de la que he tenido que prescindir discretamente para moverme a mis anchas por Belgrado o ofía. ¿Por qué en Grecia, cuya gentileza me habían asegurado de antemano, no? Al menos no en Tesalónica.

Me hago una composición de lugar. Meras lucubraciones pronto confirmadas por Mario; un madrileño que primero trabajó en Atenas, luego en una isla cuyo nombre no soy capaz de recordar -creo que tampoco podría transcribirlo aunque lo recordara- y al final recaló en Tesalónica; la cuna de su mujer griega. Tiene una hamburguesería a medias con su cuñado. obreviven a duras penas. "La gente aquí vivía tranquila", me confirma. "No se veían esos coches por las calles ni todo el mundo tenía una casa en propiedad, pero había alegría. Hasta que nos metieron en el euro y quisieron que trabajásemos como alemanes. Ese fue el error. i nos comportásemos como los alemanes, no seríamos griegos".

Lo demás está en las estadísticas... y en las infraestructuras. Dos días después, al salir de Kalampaka camino de Albania -otro país que merece un artículo monográfico por lo mucho que tiene de explicativo para la situación española-, circulé por un tramo de autopistas con grandes túneles y viaductos solo comparables a los existentes en las estribaciones de los Alpes, con la diferencia, en absoluto trivial, de que en los Alpes esas autopistas comunican a países muy ricos y son muy utilizadas. Las de Grecia, que le han costado un riñón y parte del otro al erario, están casi vacías. Obras faraónicas acometidas a costa de incrementar una deuda que este país, intervenido por los cuatro costados, no puede afrontar de ninguna manera. ¿A qué me suena esto?

"¿Y qué quieres? ¿Que tiren flores a tu paso?", añade el grecomadrileño Mario cuando le comento el trato distante salvo en las localidades turísticas. "Aquí el personal está más quemado que el palo de un churrero. Todo lo que venga de Europa huele mal". upongo que poca o ninguna culpa puedo asumir en este asunto, pero es lo que hay.

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