Hace ocho años decidí que quería conocer Estambul. Compré un billete para un vuelo de Tenerife a Madrid y otro de Madrid a esa ciudad a caballo entre Europa y Asia. Menos de diez horas después de iniciado el viaje ya estaba en la antigua Constantinopla. No soy muy enamoradizo de las ciudades. Puedo contar con los dedos de una mano las que me han impresionado desde el primer momento. La abana, Marrakech, Madrid -en la que aprendí a caminar pero luego no redescubrí hasta la adolescencia- y, sobre todo, Estambul. Por eso me hice el firme propósito de volver. No inmediatamente, porque antes quería regresar a lo más profundo de los Estados Unidos, pero sí transcurridos tres o cuatro años después de aquella primera visita. Poco podía imaginar que habrían de pasar nada menos que ocho y que no volvería en avión, como la gente sensata, sino subido a una moto desde uelva, que es el puerto peninsular en el que desembarqué del ferry que me recogió en Tenerife.

asta que llegué a Sofía, la capital de Bulgaria, no tenía claro si seguiría a Turquía o tomaría rumbo sur con destino a Grecia. A la mayoría de la gente, a mí mismo durante muchos años, la llevan de un lado a otro cuando viajan. Solo hace falta no perderse de puerta de embarque en los aeropuertos para dar la vuelta al mundo sin demasiados problemas. Frente a un cruce de carreteras, ya sea con el clásico mapa en las manos o con un navegador GPS -después de muchos años encomendado a la electrónica he vuelto a los mapas de siempre; algún día les explico el porqué-, la situación es un poco más complicada. No por ir sobre dos ruedas y a la intemperie, pues en este aspecto lo mismo da una moto que un coche, sino porque antes o después hay que decidir qué carretera se sigue y no es lo mismo una que otra; además de llevarnos a lugares diferentes, está la forma en que nos llevan y el tiempo que empleamos en llegar.

Ah, el tiempo. El tiempo, si no la madre, es el padre del cordero. ace tiempo que la distancia no se mide en kilómetros, sino en horas -o en días, o en meses- y en dinero. Un gaditano está más lejos de Madrid que un canario. Es así. Siempre ha sido así. Antes había que perder media mañana en un coche para ir desde Santa Cruz a La Laguna. Ahora bastan unos minutos, salvo que uno opte por el tranvía. Para ir de Tenerife a Estambul en avión, insisto, sobra con medio día. Para ir en moto hay que estar día y medio en un barco y luego conducir durante siete u ocho jornadas agotadoras, dependiendo de las autopistas que uno esté dispuesto a coger y los peajes que quiera pagar.

¿Vale la pena? No sabría decirlo. Si es por presumir de la machada, a lo mejor sí. Por lo demás, les recomiendo el avión. Salvo que les guste tanto pilotar una moto, ya sea a ciento cincuenta por autopistas que se pierden rectilíneas en el horizonte, ya sea a cuarenta por carreteras de montaña que serpentean entre bosques rabiosamente verdes, pueden ahorrarse una experiencia a que a mí me va a ser difícil renunciar. Acaso soy masoquista para unas cosas pero no para otras. Por ejemplo, para achicharrarme a cuarenta grados bajo el sol del mediodía con los sesos cociéndose dentro del casco y las piernas a punto de arder por el fuego del motor, pero no para soportar a las oleadas de turistas bobalicones tropezando consigo mismos en las estrechas calles de ese laberinto insufrible que es el Sultanahmet. ace ocho años era la primera vez y hasta el fastidio tenía su encanto. Ahora, no. Acaso porque uno se está haciendo viejo y quisquilloso.

abía planeado que nos quedásemos tres días en Estambul pero no estuvimos ni veinticuatro horas en esa ciudad. El tráfico, pese a lo que comentaba el recepcionista del hotel, ya no es tan caótico -pero sigue siendo desquiciante- y, lo que es peor, el país se está islamizando a marchas forzadas. No me parece mal la abundancia de velos y de trajes talares que no vi con tanta demasía hace ocho años. Tan solo lamento que el milagro de la sociedad laica impuesta por Mustafá Kemal en 1924, y que sacó a Turquía del vetusto sultanato para situarla en el mapa del mundo moderno, esté esfumándose tan rápidamente. No es una crítica específica al Islam; diría lo mismo si el Cristianismo, o cualquier otra confesión religiosa, suplantase al poder civil. Las sociedades teocráticas son lo que son y todos sabemos como están.

Por lo demás, pocos cambios. ay grupos de policías antidisturbios en las zonas emblemáticas de Estambul porque al turista no hay que molestarlo -basta con exprimirlo-, si bien las manifestaciones aparecen más magnificadas, e incluso exageradas, en la televisión de lo que son en la realidad. En cualquier caso, para entrar en el país continúa siendo necesario pagar un visado. De todas las fronteras que he cruzado en este viaje y en otros -y han sido muchas-, la de Turquía es la más engorrosa. Además de los 15 euros del visado por cabeza, los trámites resultan tan engorrosos que las colas de vehículos son literalmente kilométricas. Tres carriles de autopista colapsados. Y otro tanto para salir. Decididamente, no parece una buena idea repetir la experiencia.

En fin; hace ocho años era partidario sin reservas de que Turquía ingresase en la Unión Europea. Tiempo después ya no estuve tan seguro y ahora, visto lo visto de nuevo, estoy absolutamente convencido de lo contrario. Con los actuales gobernantes el país se está radicalizando. Y como esos gobernantes han salido de unas elecciones democráticas, cabe deducir que es la sociedad en sí misma la que se está yendo hacia un peligroso extremismo que en ninguna forma le puede sentar bien a una Europa ya bastante problemática en sí misma.

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