Hace un par de horas me crucé por la calle con una adolescente que hablaba por su teléfono móvil. Algo gracioso le debía estar diciendo su interlocutor, o interlocutora, porque iba muerta de risa. Un rato antes había visto a un conductor -esta vez el asunto no tenía ninguna gracia- que sorteaba el tráfico con una mano en el volante y otra sosteniendo el celular que llevaba pegado a la oreja. Parece evidente que estamos en la época del telefonino, como llaman en Italia -país en el que estoy de paso hacia otros que tampoco serán moradas sin pesar- al artilugio que nos mantiene conectados con cualquiera en cualquier momento.

ace 20 años nueve de cada diez personas no habían usado jamás un teléfono móvil. oy, 99 de cada 100 serían incapaces de llevar una vida normal sin él. Falta por definir si esa vida normal supone realizar o recibir llamadas mientras se conduce un utilitario particular, un camión pesado en una autopista congestionada o un tren a 190 por hora. El mayor percance que podría sufrir la adolescente de las risas era tropezar y erosionarse la piel de la rodilla al dar con sus flacos huesos en la acera. El tipo del móvil y el furgoneto podía causar un daño mayor a muchas personas; incluso un daño definitivo. El número de muertos tras el descarrilamiento de un tren cuyo maquinista hablaba en esos momentos por un móvil es de todos conocido.

Durante varios días he estado recibiendo opiniones de los lectores sobre un accidente del que no he querido opinar. Simplemente no me ha apetecido añadir más palabrería estúpida. Las tragedias rara vez tienen una causa; tienen muchas que suman sus efectos hasta consumar la fatalidad. Alguien pone una bomba en el aeropuerto de Las Palmas, hay que cerrarlo, los aviones que se dirigían a Gando son desviados a Tenerife, un piloto tiene prisa por despegar, el otro no entiende bien lo que le dicen desde la torre y se produce la mayor catástrofe de la aviación comercial. ¿Fue la bomba o la prisa? Fue todo.

Quedan por delante semanas, y hasta meses, para analizar cuál es la razón de que un maquinista circulase a tanta velocidad en un tramo limitado. Ahora bien, ¿qué hacía ese señor atendiendo una llamada al parecer de alguien de Renfe? Una llamada recibida en su teléfono "corporativo". Ya no hay teléfonos de la empresa o de la compañía. Ahora son teléfonos corporativos porque así la cosa suena, ¿cómo decirlo?, ¿más moderno? En qué país de gilipollas nos hemos convertido. Aquí hasta un bombero emite opinión. O un alto cargo de Renfe que ha dicho, muy presuroso él, que este no ha sido un accidente de la alta velocidad. ¿Y qué si lo ha sido? ¿Es que acaso ese es un invento nuestro? Qué va. Nosotros teníamos el Talgo, que era muy bueno -tanto que nos lo compraban los norteamericanos-, pero lo desechamos para adquirir el TGV de los gabachos a cambio de que les pusieran la vida difícil a los etarras. En cualquier caso, ¿es un asunto de tecnología punta que un maquinista reciba instrucciones sobre su recorrido por un móvil con un tren lanzado a toda velocidad? Si no fuera por las víctimas y el inmenso dolor de sus familiares, esto sería de chiste; de chiste malo, claro.

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