Hoy, si nadie lo remedia -ni siquiera él mismo- Mariano Rajoy dará explicaciones en el Congreso de los Diputados sobre el caso Barcenas. No seré de los que se pongan delante del televisor para oír -escuchar es oír con atención- lo que dice. Tal vez muchos de ustedes ya conozcan las explicaciones del presidente cuando lean estas líneas; los que no, mañana a esta hora estaremos al tanto, aunque no lo sé porque dudo que la inmensa mayoría de las personas que me han rodeado durante los últimos días -gente a la que no conozco y con la que solo comparto el elemento común de estar un tanto lejos de su lugar de residencia habitual- les importe demasiado lo que Rajoy tenga a bien explicar. Ante todo porque la corrupción, si este fuese el caso ya que conviene recordar que sobre esos asuntos deben pronunciarse primero los tribunales con sentencia firme, nunca ha sido un factor electoralmente determinante en España.

No lo ha sido porque en este país no se ve al defraudador como un delincuente sino como a un héroe capaz de engañar al poder establecido. Extraña conducta, habida cuenta de que quien defrauda no le roba al Rey -eso valía en la Edad Media, no ahora-, ni al presidente del Gobierno, ni al alcalde de mi pueblo, sino a todos nosotros. El dinero que maneja el Estado procede de nuestros bolsillos. ¿Es esto tan difícil de entender? Supongo que no, pero millones de españoles siguen sin entenderlo; al menos en su subconsciente.

Nadie es culpable hasta que una sentencia firme establece lo contrario. Acabo de escribirlo pero lo repito porque es algo que conviene tener siempre muy en cuenta, máxime en tiempos con tanta profusión de juicios paralelos como los actuales. Las sentencias envían al reo a la cárcel o lo declaran inocente, y ahí acaba el proceso. No obstante, al margen de la culpabilidad o inocencia derivada de la aplicación de unas leyes previamente interpretadas por un juez -tampoco olvidemos este matiz objetivo, en absoluto baladí-, existe lo que antes se llamaba decencia; ese sentimiento de culpabilidad, o como mínimo de pudor, que recluía a muchas personas en sus casas porque no tenían ánimos para mirar cara a cara a sus vecinos aunque la Justicia no hubiese adoptado medidas drásticas con ellos.

Llevado al terreno político, ese pudor se mantiene en todos los países democráticos dignos de tal adjetivo. En todos salvo en España, acaso porque este no sea un país demasiado democrático. Muchísima gente no le va a hacer hoy ni puñetero caso a lo que diga Rajoy en primer lugar porque los socialistas, que con tanto afán le piden explicaciones al líder del PP, están -o han estado- igual de pringados que los populares. Antes con Filesa, ahora con los EREs de Andalucía y hasta con el exministro Blanco, que medió ante un alcalde para que recibiera a un empresario, aunque eso no haya sido considerado delictivo por los jueces. Esa, como digo, es la primera causa del desinterés general. La segunda es que a día de hoy medio país está de vacaciones y desconectado -hasta en la elección de la fecha ha enseñado Rajoy su patita gallega- y la otra mitad está cabreada por no poder marcharse de asueto debido a sus penurias monetarias.

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