Ultimamente, cuando saco a pasear a mis perros me encuentro sentados a la sombra de unos inmensos abedules que pone un punto bucólico a la urbanización donde resido a un entrañable y encantador matrimonio, ambos muy ancianos, a los cuales les encanta acariciar a los canes y entablar conversación con el que los pasea. De los tres sabuesos, el que más les llamaba la atención era el de más edad: Jasper, que así se llama, o más bien se llamaba, porque se nos murió el otro día de puro viejo, con lo que no es de extrañar que los abuelos se sintieran, de alguna forma, identificados con su proceloso estado y vieran en el pobre Jasper su propia decadencia.

Tanto es así que cuando se nos fue no fui capaz de acercarme al parque, no fuera que lo echaran de menos y me preguntaran por su triste destino. Aunque, al final, terminamos coincidiendo y ellos supieron de su doliente final. "Ay, mi niño -me dijo la anciana-, no hay que preocuparse demasiado de la vida porque, al final, nadie sale vivo de ella". Y cuánta razón tiene. Pero hay formas de vida y, sobre todo hay formas de abandonarla.

A lo largo de los días, y tras conversar con ambos, me enteré de que tenían varios hijos e hijas, y, aunque tenían su propia casa, al estar achacosos no les quedaba más remedio que vivir como de prestado: hoy en casa de uno, al poco tiempo en casa de otro. Ahora estaban en casa de su hija mayor, la cual los sacaba a pasear cuando podía; pero la mayoría de los días los dejaba a la sombra de la arboleda horas y horas, mientras, se supone, la hija hacía sus cosas. Esta mañana, cuando los vi, me contaron que como hacía mucho calor su hija se había ido a la playa con su marido y los nietos, y a ellos, como no podían casi caminar, los habían dejado a la sombra mientras tanto.

Esto es así, no me estoy inventando nada. Y Dios me libre si intentara juzgar a nadie, porque cada familia es un mundo, y es fácil opinar desde fuera cuando no se convive con la cruda realidad. No obstante, sentí pena, mucha pena. Ese sentimiento no me lo puede arebatar nadie. Por desgracia, todos, en mayor o menor medida, vamos a pasar por ese trance: seremos mayores y estaremos al arbitrio de las circunstancias éticas, morales, económicas, sanitarias y, en definitiva, sociales, que cada familia estime oportunas en función de las nuevas relaciones que cada hijo e hija haya ido adoptando y aportando a ese linaje que una vez fue núcleo familiar y que hoy en día, tal vez por nuestra propia desidia y flaqueza, se ha convertido en un residuo de lo que debió ser.

Desde siempre, la familia ha sido el eje central de toda sociedad que aspire a convertirse en próspera, justa y libre. Y en la defensa de esa unidad familiar, de su inquebrantable tutela y apoyo por la salvaguarda de unos determinados valores y principios, que deben ser transmitidos de generación en generación, radica la verdadera fortaleza de una institución donde cada miembro es uno más de un todo; y respetar y entender estos principios básicos es lo que hace inteligible el propio orden social y, en definitiva, es por lo que realmente merece la pena luchar y vivir.

No existe peor desgracia que una familia desestructurada, porque el infortunio que representa tal situación genera una ruptura social y merma la posibilidad de disfrutar de la cohesión, el apoyo y el amor desinteresado que surge de forma libre y espontánea en el seno familiar. Es más, las consecuencias suelen ser terribles porque puede bloquear -y de hecho así viene sucediendo últimamente- la posibilidad del derecho individual a sentirse integrado en un todo, posibilitando, además, la transmisión a sus propios hijos de dicho fracaso.

El futuro, pues, siempre ha estado y estará en el mantenimiento equilibrado de la familia donde cada miembro ha nacido para llevar a cabo una tarea común.

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