De un tiempo a esta parte, y según habrán observado ustedes, el mundo de la sanidad oficial, no sé si estatal, regional o local, o si todas a la vez, anda más bien soliviantado, con manifestaciones diversas, artículos continuos en los periódicos y comentarios permanentes en radio y televisión; con hospitales cuya construcción parece que no termina nunca, con servicios hospitalarios suprimidos o reducidos, con incertidumbre en casi todos los estamentos que tienen que ver con la salud del contribuyente. Porque no siempre fue así, por lo que recuerdo, ya que con estos comentarios míos uno lo que hace es, simplemente, contar lo que ha vivido o recuerda, no hacer historia, lo que exige otros estudios y preparación, mientras que lo de uno seguro que está lleno de errores y de incertidumbres, propias de la poca edad con que se vivieron lo que pretendo referir a ustedes. Así que no se lleven las manos a la cabeza en caso de discrepancia de criterios, que la mente de uno es ya casi centenaria y hace aguas por todas partes.

Pero los posibles servicios sanitarios que me tocaron vivir de pequeño o de estudiante gandul eran casi inexistentes. Recuerdo, eso sí, que había una entidad que se llamaba Los Previsores del Porvenir, a la que en casa estábamos sucritos, que no sé si era en plan seguro de vida o sanitario, ya que cuando alguno de nosotros se ponía malo se llamaba al médico, que en nuestro caso era don Manuel Bethencourt del Río, hasta que lo detuvieron cuando el Movimiento y luego me he enterado de que, aparte de vicepresideente del Cabildo, había sido fundador del Partido Socialista en Tenerife. Lo que de sanidad sabía yo por entonces era que cuando se ponía uno malo se llamaba al médico, que venía en su coche (cuando nadie tenía coche); si se iba a dar a luz, siempre en casa, venía una comadrona; y si había que ir a una clínica, en mi familia se iba a la Clínica Capote o a la de Alonso Felipe, mientras que el hospital era mas bien de beneficencia, para aquellos que no podían pagarse un médico. Así de simple. Hubo que esperar a los primeros tiempos de Franco y de Girón para que se creasen los sindicatos verticales y allí se agrupase a todo el mundo por actividades productivas y la asistencia sanitaria se hiciese obligatoria y sufragada mayoritariamente por las empresas, lo que abarcaba no solo a la asistencia médica sino también las medicinas. Pero antes de esto la mayoría de la población no podía sufragar los gastos derivados del tratamiento sanitario y la asistencia médica solía hacerse de forma gratuita por médicos venerables como el mencionado Bethencourt del Río, o los doctores Castro Martín, padre del luego famoso doctor Castro Fariñas, o Barajas Vilches, padre de otro gran médico y amigo ya fallecido, por citar unos pocos. Pero donde la acción del médico fue esencial durante decenios fue en los pueblos, donde el médico, con el alcalde y el boticario, eran verdaderas instituciones.

La labor social del médico siempre fue fundamental y vocacional. Y lo sigue siendo en escala creciente en este complejo mundo actual. De continuo observamos escritos de pacientes o sus familiares que a través de los periódicos agradecen a médicos de hospitales el tratamiento dado a un familiar enfermo, aunque a veces terminase en defunción. Todos hemos tenido no uno sino varios problemas familiares relacionados con la salud y de una manera u otra hemos expresado al médico que nos ha atendido nuestro reconocimiento y gratitud. De la profesionalidad y dedicación del médico de hospital hemos tenido en mi familia una muestra excepcional, a la que mi amigo el Dr. Dávila Dorta, toda una vida dedicada a la medicina hospitalaria, ha dado el calificativo de "gratificante y ejemplarizante".

Mi hija Maluza Martín falleció el pasado 18 de marzo, víctima de una leucemia a la que creíamos vencida al realizársele en el mes de octubre un trasplante de médula compatible encontrada, al cabo de meses, en Estados Unidos. Pero en una de las revisiones periódicas se descubre que el trasplante no ha sido efectivo y se manejan alternativas para combatir la enfermedad. El 10 de marzo comí con ella en su casa y el 18 falleció. Ya a principios de abril, mi hijo y mis dos nietos reciben una carta del Servicio de Hematología del hospital, carta que firma el director del servicio y todo el personal del mismo, médicos, enfermeras y auxiliares, que he vuelto a leer con dificultad con la vista nublada entre continuas lágrimas, en la que se hace memoria de la actitud ejemplar de la enferma, su espíritu de lucha, para terminar así: "También queremos haceros saber que la recordamos como ella le gustaría, guapa, sonriente y diciendo su famosa frase Fantástico, maravilloso". Pero yo también tengo un recuerdo especial: el mismo martes 18 de marzo, mientras esperábamos de un momento a otro el fatal desenlace, se me acerca una auxiliar y, sin duda ante mi estado, trata de consolarme y darme ánimos.

Esto es, simplemente, un ejemplo de la calidad humana (de la profesional no hay que insistir) del personal médico de nuestra sanidad. En el caso de mi hija, ha sido a su fallecimiento cuando me he enterado de que tenía a mi lado durante años un ser excepcional, y uno, viejo tonto, sin enterarse. Pero desde allá donde se encuentre ella sabe lo mucho que siempre la he querido.