En tiempos de cambios radicales es frecuente que cunda el nerviosismo en los colectivos que presumen de que esos cambios les pueden afectar. Y eso es lo que está ocurriendo ahora ante las posibles modificaciones de la Ley 38/1999 de Ordenación de la Edificación. Una Ley que en el día de su aprobación fue polémica, ya que despojaba a las ingenierías de atribuciones que hasta entonces no habían sido discutidas. Convendrá, pues, serenar los ánimos de cuantos se sienten implicados y hacer algunas observaciones dictadas por la mera racionalidad.

En primer lugar que, desde tiempo inmemorial, la formación de muchos ingenieros, dependiendo de ramas y especializaciones, aporta conocimientos plenos para todo cuanto es la construcción de edificios, sea cual sea el uso que se va a dar a los mismos. Nadie discutía esto antes de 1999. Otra cosa es la proyección humanística o artística de las construcciones a realizar, y aquí sí que caben toda clase de matices. Porque -y esta es la segunda consideración a hacer- en ningún momento se debe confundir edificación, o construcción, con arquitectura. La confusión entre ambos conceptos no ha hecho más que traer dificultades de comprensión a una sociedad no siempre suficientemente informada, como muy bien saben, aunque no siempre lo reconozcan, nuestros compañeros los arquitectos. Jamás se ha puesto, ni se pondrá, en duda su excelencia en este plano.

Pero la edificación es algo más, mucho más, que la proyección humanística o artística de las construcciones, y, además, en infinidad de casos esta proyección no es lo más sustancial del proyecto contemplado. Si se aducen razones de seguridad de bienes y personas, es cuando más clara está la respuesta. Una construcción, cualquier construcción sea cual sea su uso, plantea problemas de seguridad. Problemas relacionados con su estructura, sus cimentaciones, las instalaciones de fontanería y electricidad que contiene, los ascensores, y, más recientemente, los infinitos sistemas de información y comunicación que la hacen vulnerable. Todos ellos son problemas a resolver por ingenieros cualificados. Y fallos en estos planos son los más probables desde el punto de vista de la seguridad, que es el principal criterio para justificar una reserva de actividad. No es correcta, por tanto, la actual formulación de la LOE en este aspecto, formulación que sin embargo introduce factores de discriminación respecto a profesionales cualificados.

En todos los países de nuestro entorno la colaboración de arquitectos e ingenieros es fluida y necesaria. Y ninguno de ambos colectivos se siente celoso del otro.

Lo que tampoco ocurre en ninguno de estos países es que la reserva de actividad entre ambos esté condicionada por el uso final de las construcciones. Otros serán los motivos que lleven a confiar en unos o en otros profesionales, y generalmente, en una afortunada colaboración entre ambos. Es absurdo que un ingeniero no pueda firmar (como ocurre con la legislación española actual) el proyecto de una escuela taller, porque su uso es docente, y sí el taller principal asociado a la misma, mucho más complejo, porque su uso es industrial. Seamos serios cuando hablamos de estas cosas.

Quizá no sea correcto decirlo, pero si se atiende a los criterios humanísticos y estéticos es probable que muchos arquitectos se sientan avergonzados de algunas urbanizaciones hechas al amparo del reciente y denostado "boom" urbanístico, que hace buena la estética de cualquier polígono industrial. En algunos de los cuales, por cierto, han colaborado, y muy bien, magníficos arquitectos. Porque el humanismo y la estética también están en la industria.

No es el uso de una edificación lo que aconseja que su proyecto y realización se encomiende a unos u otros profesionales, sino criterios mucho más sutiles y, por descontado, mucho más respetables. Atengámonos a ellos por el bien de la sociedad a la que todos nos debemos.

*Decano de la Junta del Colegio

Oficial de Ingenieros Industriales de Santa cruz de Tenerife