1.- Cuando, de mayor, recorro los mismos parajes en los que jugué de niño, descubro que entonces las distancias eran mucho mayores y las medidas, que ahora me parecen ciertamente menguadas, me resultaban antes enormes. Es decir, que aquellas calles empedradas portuenses de mi infancia, que tanto me impresionaban, ahora las veo estrechas y destartaladas; y las distancias de punto a punto, una ridiculez. La que no desaparece es la belleza. Pasé hace unas fechas, es verdad que en coche, por el barrio británico del Taoro y el entorno no difería demasiado del que viví de niño. Claro que ya no me puedo bañar en la piscina del hotel, porque estará el hueco, pero no existe el hotel; y tampoco hay ciervos, como entonces, ni canchas de tenis, ni turistas de blanca pamela, ni carreras de sortijas en un camino que hoy todo el mundo utiliza para hacer footing. En realidad lo de la sortija, que da nombre al camino, no lo llegué yo a ver, sino que me lo contaba mi abuelo, que la corría a caballo.

El Taoro siempre sufrió el divorcio desdeñoso, o quizá acomplejado, de los ranilleros y de la clase media portuense. Esa gente no subía a los jardines. Le daba miedo transitar, desde su pobreza y humildad, a la vida cómoda de los británicos y de los marqueses. Sus portalones de hierro eran una especie de frontera a lo desconocido. Si acaso alguna excursión para recoger el fruto del eucalipto, con el que las abuelas fabricaban un agua que combatía las bronquitis. O para esconder "tesoros" en los juegos infantiles. Y siempre viendo a lo lejos el sombrero de Pedro, el guarda jurado, similar al de la Policía Montada del Canadá, aunque su uniforme se reducía a esa prenda y a una cinta ancha de cuero marrón, que se colocaba a modo de banda, que llevaba prendida la placa que revelaba su autoridad. Nunca supe la utilidad de esa cinta.

3.- Cómo han cambiado las cosas, pero el Puerto sigue divorciado del Taoro. No lo frecuenta. Aquello que podía ser un hervidero dominical sólo se llena de gente cuando las moribundas familias pudientes que quedan celebran un rastrillo con las pertenencias del que se fue para siempre. Entonces se ve cierto movimiento, pero nada del otro mundo. En la última kermesse me compré una lata de galletas inglesas del siglo XIX por diez euros. Mi abuela organizaba kermesses en la piscina de Martiánez para el Ropero de la Pureza y le ayudaban las señoras del Puerto, entre ellas Adela Topham, paz descansen todas. Kermés (que, me parece, viene del francés) es una fiesta al aire libre y de las pocas palabras castellanas que empiezan por esa letra. Lo digo para que no estén buscando en el diccionario.

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