Lo peor de la historia es que nunca se aprende de los errores originados por los que se han sentido protagonistas de la misma, en la creencia de ser los mejores, siendo, como más tarde se ha visto, los depredadores de la misma. Cuando el comunismo cayó, en 1989, se llegó a decir, emulando a Hegel y por medio del intelectualoide Fukuyama, lacayo del Pentágono americano, que se había llegado al final de la historia, que solo quedaba en pie el sistema capitalista y que este seria irreductible durante toda su existencia, que, según él, duraría siglos. Una vez instaurado el capitalismo neoliberal todos avanzaríamos cogiditos de la mano hacia un futuro paradisiaco donde reinarían la paz, la democracia y los mercados.

Pero hoy los acontecimiento manifiestan todo lo contrarío. Existen millones de personas que se mueren de hambre, la mortalidad infantil en los países llamados tercermundistas es espeluznante y creciente, las guerras periféricas se estacionan en diferentes países (Afganistán, Siria, Irak...); la violencia es la reina de la fiesta y solo en Venezuela se producen miles de muertes por asesinatos al año; el desempleo es un mal viento que recorre no solo Europa, paradigma del nuevo orden y del progreso, sino que son millones de seres que viven con un euro al día; la tiranía que se establecía en los gulags no solo pasa por Guantánamo sino que rebasa sus linderos; el terrorismo hace que el mundo occidental viva en suspense y con todas las alertas puestas al máximo ante una eventualidad catastrofista que puede realizarse de la noche a la mañana. Adan Michnik dijo que lo peor del comunismo es lo que vendría después, y así ha sido: se ha regresado al pasado, al esclavismo, a la indigencia, a un feudalismo disfrazado de falso proteccionismo donde los poderosos ejercen su tiranía desde el cogollo de los mercados para someter a la gente y atraparla en la mentira y en las falsas expectativas. Se ha vuelto atrás, donde se valora al vasallaje, a la opresión y al reverencianismo. Los señores del mercado, dueños del mundo, imponen sus normas a los gobiernos de alto calado, que, como simplonas marionetas, bailan al son de su música, que siempre entonan la canción de las máximas ganancias y rentabilidad a costa de los que, ultrajados con su fuerza de trabajo, produjeron esos monstruos a los que hoy, asombrados, se les rinde pleitesía y que hacen que la gente, por más que chillen sus voces, enmudece y no llega, porque los señores del mercado se refugian en tierra de nadie, no se dan a conocer; son los nuevos fantasmas que recorren el planeta y que dictan el ordeno y mando a los pueblos. Poco tiempo duró la alegría y, junto con Tony Judt, habrá que hacerse la pregunta: ¿por qué nos hemos apresurado a derribar los diques que laboriosamente levantaron nuestros predecesores?